En unos días se celebrará la quinta ronda de negociaciones sobre la revisión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Al acercarse la fecha, el gobierno de México, a través del secretario de Relaciones Exteriores, emitió una advertencia, a la vez sensata y poco creíble, y por tanto de escasa eficacia. El secretario dijo, en una entrevista con Bloomberg retomada por El País, lo siguiente: “Es bueno cooperar con Estados Unidos en seguridad, migración y otros asuntos… Pero es un hecho de la vida y una realidad política que un mal resultado en el TLCAN tendrá impacto sobre esto”.
Reiteró lo que Enrique Peña Nieto viene diciendo desde enero de este año: la negociación debe ser en paquete. En realidad, esa afirmación se diluyó desde un principio, y se redujo a dos tesis más simples. Primera: México renegociaría el TLCAN en sus términos, sin mezclar temas migratorios, de seguridad o de drogas. Segunda: si salieran mal las cosas, habría repercusiones ex post en esos temas. La diferencia ahora es que el canciller lo dice casi un año más tarde, y en una coyuntura en la que todo indica que las negociaciones sobre el TLCAN han resultado más arduas de lo previsto. De allí que hoy una repetición principista se convierta en una amenaza. Como lo hemos sugerido muchos desde diciembre de 2016.
Por desgracia, a estas alturas, en una amenaza poco creíble. Por tres razones. En primer lugar porque a fuerza de mantener el mismo orden de los factores, en lugar de invertirlo, Estados Unidos debe haber ya concluido que no va en serio. Si México en algún momento hubiera subido el tono y la puja, para realmente utilizar otras fichas de negociación para incidir en la del TLCAN –donde carece de ellas– hubiera transformado la secuencia. Podría haber suspendido ex ante la cooperación con Estados Unidos en alguno de los rubros neurálgicos. Desde hace tiempo sugerimos varios: abrir la frontera sur, ya no compartir inteligencia sobre asuntos de seguridad, rechazar deportaciones de personas cuya nacionalidad mexicana no se compruebe anteriormente; hacernos de la vista gorda en materia de la guerra contra el narco, y dejar pasar cargamentos de heroína, cocaína y marihuana. Washington de inmediato hubiera tomado nota; tal vez hubiera ejercido algún tipo de represalia; pero es impensable que el acto no repercutiera en las negociaciones comerciales. Hoy, esgrimir la misma amenaza sin cambiar el orden de los factores se antoja fútil.
Enseguida, la estrategia mexicana tanto no ha funcionado que ahora se vuelve necesario insistir en ella, después de haberla mantenido durante casi un año. Estados Unidos ya nos manifestó tácita y sin duda explícitamente, aunque en privado, que no van a alterar sus posturas en el TLCAN como tal. Y que tampoco ven ninguna necesidad de involucrar otros aspectos en el intercambio. Es cierto que algunos norteamericanos han coqueteado con la idea de acordar una media-enchilada migratoria a cambio de la aceptación mexicana de los cambios más drásticos en el TLCAN, pero no se trata de posiciones formales, ni probables. De modo que insistir en lo mismo que ya no prosperó es, en el menor de los casos, ingenuo. En el peor, deshonesto.
Por último, la amenaza es inverosímil porque los encargados de los otros temas de la relación bilateral –Gobernación, PGR, Sedena, Semar– han procedido como si nada sucediera. La tropa sigue quemando sembradíos de amapola en Guerrero y el Triángulo Dorado. La Procuraduría sigue extraditando narcos. El Inami sigue recibiendo deportados –más de 100.000 en lo que va del año– como si nada. Y el Cisen mantiene la cooperación y las reuniones preestablecidas con el aparato de inteligencia norteamericano como si las negociaciones comerciales las llevara a cabo otro gobierno. En estas condiciones, ¿Quién le creería a Videgaray?
Los norteamericanos siempre han pensado que somos puro jarabe de pico. Se han equivocado en algunas ocasiones; no muchas. Para que nos tomen en serio, ya con un año de pura retórica bajo la cintura, habrá que pasar a los hechos. Sobre todo si la pura retórica no ha servido de nada.