La controversia ha sido consustancial a la praxis opositora. Desde los tiempos de la Coordinadora Democrática. Había los que reclamábamos el rechazo frontal al llamado “proceso”, por considerarlo excepcional y tendencialmente dictatorial, incluso totalitario: un asalto a nuestra democracia con el fin de quebrar sus estructuras, acorralar y derrotar a sus detentores y montar una tiranía castrocomunista. Y quienes minimizaban la importancia y trascendencia que le atribuíamos al proceso, considerándolo siempre “inmanente” a nuestra tradición de gobierno, mera desviación de un correcto gobierno por incompetencia o simple falta de lealtad con nuestra tradición democrática. De esa ruptura gnoseológica nacían siempre las más graves desavenencias: los que aceptaban el proceso y su discurso, achacándole no más que el de ser un mal gobierno, y quienes ya teníamos perfectamente consciente su naturaleza constituyente –en palabras de Carl Schmitt– vale decir, la voluntad de hacer tabula rasa de nuestro sistema y nuestra tradición republicana, ya bicentenaria, para instituir una dictadura afín a la tiranía cubana, de sesgo claramente castrocomunista. Lo que, por cierto, era reconocido públicamente y sin ningún pudor por Hugo Chávez cuando comenzara a hablar de Cuba considerándola, no la tiranía de partido único, político policial y estalinista que en verdad es, sino como una utopía viva y vigente: la isla de la felicidad.
Esa ambigüedad enquistada en el seno de la oposición tenía una causa evidente: normalizada, legitimada y establecida como un dato indiscutible de la cultura política venezolana había sido expuesta, casi que plebiscitariamente entre los círculos detentores de la hegemonía intelectual, académica y mediática dominante, mediante el Manifiesto de Bienvenida de los posteriormente llamados “abajo firmantes” al tirano Fidel Castro en su visita protocolar con el fin de participar, bajo especial invitación de Carlos Andrés Pérez, mártir y víctima futura del verdugo, en los festejos de la transición de mando. En rigor, un mortal enemigo de nuestras democracias. Y más que eso, de nuestra existencia y forma de vida, promotor de nuestro sometimiento y esclavización totalitaria. No había pasado un mes de su visita anunciatoria de nuestra futura tragedia para que se desataran sus demonios: el Caracazo. Fue un anticipo de la puesta en escena de la versión tropical del Mártir y el Tirano del drama dieciochesco alemán.
Esa insólita falta de conciencia ante la esencia de nuestra identidad y la liviandad ante los datos del asalto a la razón de nuestra forma de vida, que hacía a todos los partidos venezolanos de tendencias marxista leninistas, como el PCV, la Liga Socialista y Bandera Roja, aliados naturales del castrochavismo, y a aquellos de tendencias socialistas democráticas como Acción Democrática o recientemente incorporados de plenitud a nuestra sistema parlamentario y liberal, como el MAS, para usar un término ya clásico en el lenguaje político europeo, “compañeros de ruta” del comunismo soviético, se apoderó de la dirección opositora en el seno de la Coordinadora, desplazando a las representaciones de la sociedad civil, convertidos en meros testigos pasivos de decisiones sobre las cuales no teníamos la menor influencia. Nunca se planteó un parte aguas con el chavismo. Y a quienes preveníamos contra su naturaleza dictatorial y totalitaria se nos denostaba con la palabra o el gesto. Éramos “radicales”.
La primera muestra de esa trágica ruptura entre una oposición consciente, decidida a desalojar a Chávez y al chavismo para frenar la deriva de nuestro país hacia la tiranía, y un sector mayoritario dispuesto a la connivencia, incluso la cohabitación con Chávez en su indetenible asalto a nuestra democracia, tuvo lugar, primero a raíz de la insurrección del 11 de abril de 2002, cuando la clase política se marginara de asumir una posición decisoria que pusiera fin al gobierno de Hugo Chávez, recurriendo incluso a su influencia ante el Departamento de Estado para negarle todo reconocimiento al gobierno de Pedro Carmona, para seguir la línea dictada por el general Raúl Baduel, convertido en soberano, esto es, en árbitro de la crisis de excepción: ponernos de lado del gobierno “constitucionalmente electo” del teniente coronel castrista. Y luego en la debacle del referéndum revocatorio de agosto de 2004, cuando en un acto de insólita pusilanimidad, cobardía e incompetencia, la dirección política en manos de Enrique Mendoza se negara a oponerse al brutal fraude de que fuéramos víctimas, incluso a denunciarlo esa misma noche ante los medios internacionales. La claudicación de esa noche fue tan brutal, vergonzosa e irrebatible, que ya entonces algunos de nosotros dimos la batalla por perdida. Carecíamos de la más elemental dirección política capaz de comprender la gravedad y la hondura de la circunstancia y reaccionar a tono con el desafío histórico que se nos planteara.
Basta observar ahora, quince años después, el comportamiento del llamado gobierno interino de Juan Guaidó, de la Asamblea Nacional, de los partidos y los factores determinantes de esta llamada oposición democrática, para comprobar que esa tendencia miope y suicida hacia la claudicación de hace quince años continúa rigiendo la sistemática entrega de Venezuela al castrocomunismo. La cohabitación se ha convertido en un hecho. Venezuela es un aberrante país con un régimen de gobierno bicéfalo: uno, el real, avanza en el asalto castrocomunista, mientras el otro, el virtual, le alfombra el camino hacia el poder total en Noruega.
Esa trágica ruptura en el seno opositor se complementa con el dominio cubano sobre las fuerzas armadas. De allí un caso único en la historia de América Latina: una dictadura sin respaldo popular alguno, se asienta y entroniza sobre el poder que le conceden sus compañeros de ruta –Leopoldo López, Guaidó, los partidos, sus asesores, sus medios, los abajo firmantes, la Iglesia y la Asamblea Nacional– mientras las fuerzas de la oposición real, carentes de toda estructura unitaria, son acorraladas, maniatadas, acalladas y difamadas para que no impidan el concubinato.
De allí el desesperado y posiblemente inútil llamado de auxilio de quienes, representando el hondo sentimiento popular y mayoritario del rechazo a Nicolás Maduro y su dictadura, claman por una intervención extranjera. Desdibujado en sus verdaderos alcances y contornos por los validos del amancebamiento con tintes trágicos y goyescos. Una de esas voces no solo pinta el apocalipsis eventual que sobrevendría, sino que pretende convencernos de su ineficacia.
El reparto de fuerzas es claramente desfavorable a quienes luchan y sueñan con una nueva y distinta Venezuela. A quienes apuestan a los restos aún sobrevivientes de una Venezuela digna y decorosa. La esperanza, dice nuestro refranero, es lo último que se pierde. No la perdamos.