El único gobernante norteamericano que ha tenido éxito con la estrategia del “bluff” fue Ike Eisenhower (1953-1961) y se llevó el secreto a la tumba. Era el general que había organizado el mayor desembarco anfibio de la historia y había autorizado el bombardeo atómico de Japón. No creerle era una forma evidente de irresponsabilidad. Los enemigos de Estados Unidos fueron persuadidos de que la “doctrina militar” de Eisenhower consistía en recurrir a la guerra total, incluida la nuclear, en caso de que el país fuera retado. Los “servicios” norteamericanos esparcieron el rumor hábilmente. Fue una brillante estratagema de la Guerra Fría.
En todo caso, “habla suavemente y lleva un gran garrote. Así llegarás lejos”. La frase es un proverbio africano y solía utilizarla el presidente Teddy Roosevelt. Donald Trump no cree en ella. Da gritos. Amenaza a los enemigos chinos y norcoreanos. También lo hace con los amigos de Canadá, la Unión Europea o la OTAN. Pero no lleva un garrote. No recurre a la guerra. Lo suyo son las sanciones económicas y utilizar el enorme peso financiero de Estados Unidos: 22% del PIB mundial y el dólar (la gran divisa planetaria en la que se realizan 80% de las transacciones), para lograr sus objetivos.
Afortunadamente, no volvió a mencionar la estupidez de no pagar la deuda externa y renegociarla con los acreedores. Esa es una estrategia que funciona a corto plazo entre países del Tercer Mundo, o en empresas que se acogen a las normas de quiebra, como hizo Trump varias veces, al costo de su total desprestigio como empresario, adquiriendo fama de negociador feroz y navajero, pero era un craso error utilizarla para afrontar la enorme deuda pública norteamericana.
La fortaleza financiera de Estados Unidos radica en la seriedad con que enfrenta sus compromisos desde que se creó la nación en 1776. No sé si en la Wharton School de la Universidad de Pennsylvania, una gran escuela de negocios donde obtuvo su diploma en Economía, se lo enseñaron (supongo que sí), pero toda nación es tan fuerte como son sus instituciones y su voluntad de cumplir con las obligaciones contraídas, sean buenas o malas.
El “bluff” funciona en el póker y en las negociaciones de compra-venta, pero es una herramienta contraproducente en el terreno internacional. Cuando el presidente Barack Obama dijo, con toda seriedad, que el uso de armas químicas contra la población siria por parte de la dictadura de Assad era una “raya roja” que no podía traspasarse, cometió un gran disparate. Al cruzarse de brazos y no haber respondido con el “gran garrote”, los enemigos se envalentonaron y arreciaron las masacres.
Lo mismo acaba de suceder en Venezuela durante el gobierno de Trump. Tras jugar con la fantasía de “todas las sanciones están sobre la mesa”, nada menos que a cargo del vicepresidente Pence, el gobierno de Trump suscribía un compromiso muy serio. El «todas» incluía la respuesta militar, pero al hacerse obvio que por ahí no iban los tiros –nunca mejor dicho–, la narcodictadura de Maduro arreció la represión y se propuso desbaratar la Asamblea Nacional, atreviéndose a encarcelar a Edgar Zambrano, primer vicepresidente de la AN, en lo que parece ser un ensayo general para la aprehensión del presidente interino Juan Guaidó.
Washington, por medio de sus servicios de inteligencia, tiene la capacidad y el peso específico que se requiere para ganar ese tipo de batalla sin necesidad de desembarcar un solo soldado. Era mucho más sensato y productivo advertir públicamente que Estados Unidos recurriría al boicot económico absoluto contra los enemigos y contra las empresas y los países que los asistieran.
Sólo hay que ver lo que significa en América Latina que Estados Unidos le niegue la visa a un sujeto corrupto, vinculado al narcotráfico o al blanqueo de capitales. Es una especie de muerte civil, de scarlet letter tatuada con fuego sobre la frente de los transgresores. Si esa sanción se extendiera a la Unión Europea, a las democracias latinoamericanas y a Canadá ganaría mucho en contundencia, pero ello no se consigue tratando a los países amigos como si fueran adversarios.
Nadie es inmune a esas sanciones morales y prácticas. Nadie en el terreno personal o como nación, aunque los delincuentes se hayan apoderado del país, como sucede en Venezuela. Los criminales necesitan mover sus capitales, adquirir residencias en sociedades habitables, curarse en hospitales del Primer Mundo. Quieren, como los mafiosos sicilianos, que sus hijos estudien en buenas universidades y adecentar las fortunas mal adquiridas dentro de mercados legítimos. Cerrarles esos caminos es correcto, pero hay que hacerlo en serio. Sin dejar pasar ni una pizca de oxígeno.