Los poetas comenzaron una relación eléctrica, que arrasó con cualquier resquicio de civilización a su paso. Dice Giambattista Vico que el trueno inspiró cultura en el hombre. Después del Diluvio Universal, la naturaleza se encontraba sosegada, carente de fuego y electricidad. La calma se interrumpe por el comienzo de la actividad celeste, el trueno, que se diviniza y da origen a las deidades del cielo antiguas.
Así pasa, también, con cada ser humano que se planta sobre el planeta. Siempre hay un trueno que rasga e ilumina la mente, que decide plasmar su violencia transformando al que lo ve. Para que suceda, es necesario que sea inesperado y que supere la capacidad de sorpresa. La reinvención del espectador es tan variable como las hay posibilidades. La que toca hoy, es la poesía.
El comienzo es un poeta, su nombre era Paul Verlaine. Su vida, envidiable. Casado, con un hijo en camino, sin preocupación económica y con un nombre conocido entre los intelectuales. Un buen día, recibe una carta. Un joven le envía poesía, le pide opinión. El intercambio intelectual continúa unos meses hasta que Verlaine lo invita a París. Y luego están los textos del Álbum zutista, que también recupera esta edición. Son versos que hizo en los cafés junto a Verlaine y otros amigos del entorno. Suelen separarse de la obra completa, pero en aquella aventura Rimbaud firmó 18 y uno a medias (que se conozca hoy) con Verlaine, El ojo del culo. Están entre la grosería y la libertad total.
El poeta tenía 16 y su nombre era Arthur Rimbaud. Poco sabía Verlaine que ese invitado traería una tormenta de la cual no había escapatoria. Mucho se dice de Rimbaud. Camus dice que es el más grande de los grandes. Palabras más, palabras menos, Rimbaud era la encarnación del enfant terrible. Y nadie como él ha seguido. O eso dicen.
Los poetas comenzaron una relación eléctrica, que arrasó con cualquier resquicio de civilización a su paso. Embriagados de Diablo Verde, se sumieron en los vicios. El alcoholismo y violencia de Verlaine encontraron compañero perfecto en Rimbaud porque lo retaban. El niño terrible quería ir a explorar el mundo, ver el mar, cruzar el desierto. Entonces los amantes deciden renunciar a la vida parisina e ir a Londres. Ahí vivieron felices unos meses. Poco tiempo. Rimbaud, con toda la intención de verlo arder, retaba a Verlaine. La relación, que empezó tormentosa, se tornó insoportable. El trueno se volvió cada vez más apabullante. En medio de una discusión, Verlaine decide ir a Bélgica.
Rimbaud se rompe. Nunca pensó que él sería capaz de dejarlo. Le escribe una carta que sonaba más a súplica. «Vuelve, vuelve, querido amigo, único amigo, vuelve. Te juro que seré bueno. […] Vuelve, todo estará totalmente olvidado. […] No me olvidarás ¿verdad? No, tú no puedes olvidarme. Yo te tengo aquí siempre. […] Dime pronto si tengo que reunirme contigo». Enviada la carta, recibe respuesta. Verlaine había ido a Bélgica para convencer a Matilde, su esposa, de volver con él. Si no volvía, terminaría su vida. Esta carta se debate entre despedida y petición desesperada: «¿Quieres que te mande un beso matador?». Termina: «Tu pobre, P. Verlaine». Pero sigue: «No nos imaginemos más (a ti y a mí) en todo caso». Un intento de Verlaine por mostrarse tajante. Fallido, claro.
El amor de estos dos poetas era desbocado al punto de la locura. El problema era de raíz. Verlaine estaba aburrido, Rimbaud demente. El joven poeta, al recibir la nota suicida, responde cambiando el tono. Sabiendo perfectamente que Verlaine está a su merced, vuelve a la crueldad que los separó. Y sin reparos, ante su sufrimiento, contesta con burlas. «¿Crees que tu vida será más agradable con otro que conmigo? […] Sólo conmigo puedes ser libre. [..] Después de esto, piensa otra vez quién eras antes de conocerme». Pero antes escribe «te quiero bien», y por eso lo sigue a Bélgica. Pero Verlaine ya había comprado un arma y estaba dispuesto a hacer lo que decía. No sería cobarde, no viviría así.
En la habitación de hotel, los amantes se reencuentran. Lejos de ser una bienvenida amable, otra discusión estalla. Rimbaud no dejaría de ser terrible, Verlaine no dejaría de estar confundido. Se escucha un disparo, hay sangre en la mano de Rimbaud, Verlaine no hace otra cosa que disculparse. La ley deja caer su peso contra él. No sólo lo hirió, sino que hubo sexo y la homosexualidad era un crimen. Verlaine se enfrentó a dos años en prisión, una conversión al catolicismo y la producción de poesía en prosa que se recopilaría en obras como Sagesse (Sabiduría), Jadis et Naguère (Antaño y hogaño), Parallèlement (Paralelamente) e Invectives (Invectivas). Rimbaud regresa a casa y escribe Une saison en enfer (Una temporada en el infierno), considerada una de las mejores obras jamás.
Un Verlaine libre y un Rimbaud más trastornado, se reúnen en Stuttgart. Escribe Rimbaud a un amigo que Verlaine llegó agarrando un rosario, “tres horas después, había renunciado a su Dios y reabierto las noventa y ocho heridas de Nuestro Salvador”. El encuentro termina, una vez más, en reproches y violencia. Rimbaud entrega a Verlaine su última obra, Les Illuminations (Iluminaciones). Aquí la última obra del niño terrible, y el último encuentro de los amantes. Verlaine se hundió en sus adicciones, viviendo en las calles. Había quienes, admirados por su obra, le daban dinero. Pero, y con todo el reconocimiento, los vicios tomaron la vida del poeta en 1896. Por su parte, Rimbaud abandonó la poesía para explorar África. Su estilo de vida errante provocó que no notara, hasta muy tarde, que algo malo había con su pierna y tuvieron que amputársela. El cáncer devoró al genio y murió en 1891.
El rayo que era Rimbaud cruzó a Verlaine; el trueno que era Rimbaud lo cruzó a sí mismo. Hubo sexo, alcohol, drogas, poesía, creación, intimidad, rebeldía: una tormenta tan digna, que pudo haber sido obra de Turner. El trueno hizo cultura. ¿Habrá sabido Verlaine que, a su modo convulso, Rimbaud lo quiso bien? Tal vez la duda fue el último rayo que terminó con el poeta.
Aún con todo, tenemos sus cartas: el testimonio de una de las grandes parejas del arte. Y tenía Verlaine la voz, a puño y letra, de su amante, repitiendo:
«A ti, para toda la vida. Rimbaud».