A Nelson Chitty La Roche
En su Tratado para la reforma del entendimiento, el buen Spinoza da cuenta de cómo –a diferencia de lo que argumentan los filósofos modernos– el verdadero camino del conocimiento hacia el saber es, a la vez, el camino del verdadero bien hacia el bien supremo, porque “cuantas más cosas conoce el Espíritu tanto mejor comprende sus propias fuerzas y el orden de la naturaleza”, y “cuanto mejor comprende sus fuerzas, tanto mejor puede orientarse a sí mismo y proponerse reglas, y cuanto mejor comprenda el orden de la naturaleza, tanto mejor podrá precaverse de las cosas inútiles”. El orden y la conexión de las ideas –afirma el paciente labrador del cristal del infinito– es idéntico al orden y la conexión de las cosas. Saber es poder y mientras más se sabe más se puede. Pero, por eso mismo, el poder tiene entonces la necesidad de autodeterminarse, de asumir conscientemente la responsabilidad de su saber, con lo cual hace suyas las exigencias de la bondad. En una expresión, la verdad, así comprendida, se identifica –como resultado de su propia actividad sensitiva humana– con el bien, tal como lo exigía la antigüedad clásica: la belleza es idéntica con la identidad de la bondad y de la verdad: pulchrum, bonum et verum. Se trata del conocimiento de la unión del Espíritu con la sustancia y de cada individuo con la sociedad, como supremo objetivo del bien.
Pero si, como sostiene Spinoza, verdad y bien se identifican en la complejidad del ser social, entonces las determinaciones –momentos o figuras– del conocimiento tienen necesariamente que coincidir con las determinaciones –momentos o figuras– del devenir ético. A diferencia de lo dicho por Descartes, en Spinoza la trayectoria que va desde la certeza hasta la verdad tiene que coincidir con la trayectoria que va desde la abstracción de la moral individual hasta idea de civilidad. Y este es, por cierto, el recorrido desarrollado en la Ciencia de la experiencia de la conciencia, a la cual Hegel designa con el título general de Fenomenología del espíritu. Spinoza señala en el citado tratado sobre la Reforma del entendimiento que hay cuatro modos –o determinaciones– de la percepción, los cuales no pueden ser comprendidos como elementos aislados, como compartimientos estancos entre sí, precisamente porque están recíprocamente determinados, aunque es evidente que todo depende de la capacidad –sapere aude, diría Kant– que se tenga para adentrarse –para poder ascender–, cada vez más, en dicho proceso de concreción hacia el saber.
La primera de estas formas de la percepción es el “conocimiento de oídas”, que puede resumirse como el caldo de cultivo de la inmediatez, los prejuicios, las presuposiciones y los convencionalismos. La segunda forma de la percepción se halla en estrecha relación con la primera. Se trata del “conocimiento por experiencia vaga”, en el que las intuiciones y representaciones propias del mero empirismo llevan la voz cantante. En la tercera forma surge el entendimiento cabalmente dicho, o sea, se conoce de las causas a los efectos, base primordial para las profesiones prácticas, la técnica y la instrumentalización. Se trata del conocimiento propio del qué y del cómo. Finalmente, la cuarta forma del conocimiento es retrospectiva o reconstructiva: se va, via negationis, desde los efectos hasta las causas, con base en el dónde, el cuándo y, sobre todo, en el por qué. En fin, el camino del saber va de lo abstracto a lo concreto, comprendiendo por concreción no la dureza de las cosas materiales, sino la plasticidad del orden y la conexión del término del pensamiento, por cierto, como lo comprendiera Marx, a pesar del evangelio de los materialistas: “Como producto del pensamiento, como el trabajo que transforma las intuiciones y representaciones en conceptos: un producto de la mente que piensa y se apropia el mundo del único modo que le es posible”.
En la Ética, Spinoza reduce estos cuatro modos cognoscitivos a tres, quizá siguiendo la lección del genial Maquiavelo en El Príncipe, aunque invirtiendo el orden. “Existen –dice el pensador florentino– tres géneros de cerebro: el primero que entiende por sí mismo, el segundo que discierne lo que otros entienden, el tercero que no entiende ni por sí ni por otros”. Hay quienes comprenden las crisis orgánicas de las sociedades, sometidas por narco-carteles, y luchan, sine ira et studio, por la reconstrucción sustantiva de su condición civil. Otros, en cambio, siguen las consignas del rumor del día y debaten interminablemente acerca de la ruindad, sin voltear a ver la propia. El resto, en gesta de afanoso enredo, y a costa del sufrimiento de las grandes mayorías, persigue “honores, riquezas y favores sexuales”, como dice Spinoza, convencidos de que con esos rubros encontrarán el “bien supremo” y no los tribunales de La Haya o los de su propia perdición. Tarde o temprano.
A propósito de la cuestión relativa a la responsabilidad en el presente, y siguiendo el ordo del tratado spinoziano, conviene afirmar que, así como suele suceder con los grados del conocimiento, existen, por lo menos, tres determinaciones de la ética: aquella que la confunde indistintamente con la moral –ética y moral son aquí simples sinónimos–; la que la concibe como una teoría de la moralidad, como una suerte de techné o de fórmulas abstractas sobre “lo bueno” y “lo malo”; y, finalmente, el asumirla, en la inmanencia de sus oposiciones, en sentido histórico-concreto: como Ethos, es decir, como –buenas– costumbres. Porque no existen costumbres que no sean el resultado de la siembra educativa y cultural. La responsabilidad no nace como los hongos silvestres. Una sociedad educada para la democracia, la autonomía y la libertad, para el trabajo digno y productivo, la solidaridad y la justicia, la tolerancia y el respeto por el otro, es una sociedad en y para la civilidad, para la responsabilidad, en la que los individuos no necesitan estar sometidos por “gendarmes necesarios”, y en la que los “controles” los establece la propia formación de la temperancia. Todo Estado totalitario se sustenta en la sospecha y la desconfianza. Le teme a la libertad y pretende someter por la fuerza lo que solo puede ser el producto de las propias costumbres. Educar para la civilidad –comenzando por la educación de los educadores–, es el mayor compromiso de quienes luchan por superar de raíz la ignara mediocridad parasitaria, que ha sumido a todos en la peor pobreza: la del espíritu.
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