COLUMNISTA

Treinta años de agonía

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

No sé lo que podrá salir de esa negociación con el narcorrégimen instalado en Venezuela, en la que se empeñan los partidos del siglo XX, los nacidos a su término, o los que en el siglo XXI son apenas una división o prolongación de aquellos y de estos. Lo que sí puedo señalar es que mal pueden darle gobernabilidad y estabilidad democráticas al país por ese camino.

Hemos derramado mucha sangre en nuestras luchas fratricidas, llenas de saña cainita, minadas por las traiciones, desde la misma hora de la Independencia. Y llegado el siglo XX, alcanzamos la paz, pero impuesta por las armas, los sepulcros y el exilio. Cada caudillo, civil o militar, al rastre de cada revolución hace su propia constitución –que siempre fue la misma– para ampliar su período de mando o extenderlo más allá, o redibujar a su capricho el mapa de nuestros estados a fin de complacer a la “rosaleda” de caciques que se hacen amigos de la dictadura de turno o la temen.

Lo cierto es que le cuestan 30 años a la generación de 1928 hacer buena la idea de una república civil y de ideales. Y luego de 1958, durante otros 30 años, mediando al principio asonadas o asaltos guerrilleros dirigidos desde La Habana, esa república se estabiliza, ofrece gobernanza y gobernabilidad, hasta para los alzados en armas.

Básteme decir que en 1955 celebraba el dictador Marcos Pérez Jiménez el 18 de octubre de 1945. Consideraba suya esa fecha y que se la habría robado Rómulo Betancourt y sus conmilitones. A tal propósito, más allá de la monumental obra que cubre la capital –la boutique, así llamaban a Caracas– defiende habernos construido 450.000 letrinas.

Es Venezuela, durante el alba de la democracia de partidos, una república de letrinas.

El promedio de vida apenas frisa los 54 años. Y antes de la actual tragedia humanitaria de la que somos testigos todos, sube hasta 74,5 años, para 1999. Descubrimos el agua limpia, canalizamos las aguas servidas los venezolanos. Todos vamos a las escuelas y nos alfabetizamos, a despecho de la leyenda negra revolucionaria. Si no, que lo digan Hugo Chávez desde su tumba o los mismos hermanitos Rodríguez, hechos universitarios –aquel y estos– en esa democracia que demonizan, sobre la que escupen con almas empaladas, y que intenta sacarlos de la barbarie en la que nacen y persisten.

Lo que importa subrayar es que los 30 años de esa democracia civil concluyen en 1989.

La experiencia democrática se derrumba en la misma hora en que también se vienen al piso, en el mundo, los grandes partidos. Cierran las grandes tiendas ideológicas y el predominio de la materia –tan caro a los marxistas como a los capitalistas– pasa a ser pieza gerontológica. Sobreviene la globalidad con su tiempo virtual y su velocidad de vértigo, extraña a los muros de toda laya.

Pero cerrado aquel tiempo, Venezuela se convierte en un rancho ardiendo, que se traga otros 30 años para 2019.

Desde entonces, huérfanos de la ciudadanía antes acotada por paredes de ladrillo, los venezolanos no se sienten más partes del Estado o de alguna filial partidaria, más que para pedirle un CLAP de alimentos o medicinas. Con ambos juegan a la lotería. Hasta los dirigentes mudan de camiseta cada vez que otro club les ofrece alguna diputación o alcaldía segura. No hay más lealtades.

Hace casi 60 años, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, incluidos los titulares del Partido Comunista, últimos actores de la Revolución de octubre y víctimas de la década dictatorial que concluye el 23 de enero de 1958, entienden que para rehacer el país no basta con cambiar de caudillo ni que este acierte o no a la manera de un José Antonio Páez o de un Antonio Guzmán Blanco, poniéndose de lado o abriéndoles pasos a otros, a un sabio como José María Vargas, a un general como Hermógenes López, o a otro civil como Juan Pablo Rojas Paúl.

Alcanzan a entender esos fundadores de nuestros partidos contemporáneos ya agotados que el diálogo democrático comienza por ellos mismos, como opositores a la dictadura y a las dictaduras, dejando atrás la práctica del pacto entre alzados o revolucionarios con el caudillo de turno que les impone su contrato de adhesión.

Así nacen el Pacto de Puntofijo y la Constitución de 1961, que hasta la suscriben Luis Miquilena y José Vicente Rangel, y que le permite al golpista Hugo Chávez Frías llegar a Miraflores antes de que la declare moribunda.

Desde 1989, entonces, ilustres venezolanos han reclamado por un nuevo pacto democrático –entre los actores democráticos y los partidos defensores de la democracia–, pero sus voces se las lleva el viento.

Una década después, ante el vacío, otro hombre a caballo redacta su propia Constitución, como en el siglo XIX, a su saber y entender. Se casa consigo mismo, como lo hace Simón Bolívar en Angostura, en 1819. Y la impone, a rajatabla, por sobre la mayoría nacional que no acude a las urnas para aprobarla. Y ella, por lo visto, no logra resolver la realidad de retazos, odios y antagonismos que nos inunda desde hace 30 años, rompiendo el cordón del afecto nacional.

Han pasado 18 años y los actores de reparto en la oposición son los mismos. Y en otro año, repito, se cumplen 30 años de esa agoniosa transición, de esa vida bajo anomia que tiene como hito el Caracazo.

¿Serán capaces estos, al regreso de República Dominicana, de encontrar un relato propio, de alcanzarlo previo un diálogo real con el país invertebrado que somos, para que retomemos una senda común, que purgue lo que sufrimos, que aleje a sus responsables y coludidos, y nos dibuje un porvenir más prometedor que el simple cambio de inquilino en el Palacio de Miraflores?

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