El mes se nos ha hecho largo. Parece mentira que en cuatro semanas pueda hacerse tanto de bien y tanto de mal, entre lo prometedor de la recuperación de vida democrática y la materialización de amenazas de terminar de sofocarla hasta la muerte.
Queda registrada para la memoria de este mes la sucesión de masivas manifestaciones pacíficas de una sociedad que reclama algo nada extraordinario: condiciones humanas de vida y respeto al pacto constitucional, que comienza por la recuperación de la separación de poderes, la exigencia de elecciones y la liberación de presos políticos. Lo prometedor también está en un liderazgo democrático unido, que conduce el reclamo del país y contribuye con su ejemplo y presencia a mantener su fondo y forma democráticos. Una selección de fotografías de este mes debería contar con las de los gestos de no violencia de María José y Hans frente a las armas; las de la dirigencia opositora al encabezar la marcha hacia la Conferencia Episcopal, y la de Juan Pablo Pernalete, en su memoria y la de quienes han sido víctimas de la represión por reclamar la plena vigencia de sus derechos.
Los dichos y acciones gubernamentales, así como las imágenes que los registran, han engrosado en estas semanas un ya largo expediente sobre las amenazas represivas y su ejecución. En el discurso, salvo por las declaraciones y denuncias de la fiscal, no ha habido una sola argumentación sustantiva para responder ni siquiera para recibir y procesar debidamente las denuncias, como lo ilustra la sucesión de bloqueos y persecución a cualquier acercamiento al despacho de quien debería actuar como defensor del pueblo. Mientras se intensifica esta nueva ola de represión que ya cobra decenas de víctimas, centenares de heridos y más de mil detenidos sin fundamento, altos voceros del oficialismo que de rato en rato hablan de paz y diálogo, incitan a la violencia y difunden mensajes de guerra, como los de la convocatoria a las inconstitucionales milicias armadas y la difusión de un “Manual del combatiente” con un detallado directorio de figuras opositoras.
Otro registro memorable es el de la comunidad democrática internacional, por el volumen de declaraciones, denuncias, iniciativas y condenas ante la escalada de la crisis venezolana suscritas por una cantidad creciente de gobiernos; en el camino se ha alterado el balance de posiciones en los foros internacionales más relevantes, a favor de la recuperación de gobernabilidad democrática en Venezuela. Pero tanto o más importante es lo que el contenido de esas posiciones revela.
Ha terminado la cómoda fantasía de apaciguar y estabilizar al régimen porque la acelerada involución autoritaria en Venezuela no ha hecho más que agravar la situación para los propios venezolanos, lo que también se proyecta cada vez más temiblemente hacia el resto del vecindario.
Ya no es aceptable la tesis de la no injerencia, con la que el gobierno ha venido evadiendo toda respuesta sustantiva a informes internacionales en materia de violación de derechos humanos y de desempeño antidemocrático. Eso se hizo notar en las más recientes reuniones del Consejo Permanente y sus dos resoluciones, acompañadas por argumentaciones especialmente significativas como las de los representantes de México y la canciller de Argentina sobre la responsabilidad regional de actuar. Sea que se mencione expresamente o no, se ha recuperado el sentido de la Carta Democrática Interamericana.
La decisión del gobierno venezolano de retirarse de la OEA, mientras se producía una de las más violentas represiones de las protestas opositoras de abril, no ha hecho más que aumentar la preocupación internacional y justifica, con más razón que nunca antes, que nuestra situación sea atendida en todas las instancias que durante los próximos dos años seguirán teniendo plena competencia para ocuparse de Venezuela.
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