¿Hasta dónde llegaremos con la crisis del transporte? Esta pregunta que pareciera retórica se desprende de la espinosa situación que confronta el venezolano de a pie en su diario vivir, sin hablar de que esta realidad influye en el estancamiento del aparato productivo, como tantas otras situaciones críticas que conocemos y podemos sumar. Debido a la hiperinflación, los costos se han volatizado y resulta imposible trasladarlos a los usuarios. No hay subsidio de transporte que alcance y todos los involucrados saben que si hubiese recursos, la corrupción los devoraría, como lo ha hecho en el pasado. Lo peor: la crisis del transporte, público o privado, se suma al de la absoluta inseguridad personal.
Lo poco que queda en el país se distribuye a través de un gigantesco bachaqueo de repuestos, cauchos, baterías, bujías, por mencionar algunos de los productos involucrados, cuyo precio es inalcanzable para los dueños de transporte privado. Ni mencionar todas empresas socialistas de maletín que se crearon para la fabricación o comercialización de repuestos para la industria automotriz, y no fueron más que puentes hacia la corrupción para la asignación de los privilegiados dólares preferenciales, que terminaron de engrosar alguna cuenta en los paraísos fiscales o hasta en países con más regulaciones.
Las consecuencias no se han hecho esperar, obviamente. Y, así como ocurre con la harina de maíz o la carne, ya tenemos quienes se privan de usar el vehículo propio y, prácticamente, no usan el transporte público o lo hacen muy pocas veces, pues el efectivo casi no circula. Entre los más afectados se encuentran los estudiantes y las personas de la tercera edad, quienes saben que no son una prioridad para los transportistas. Si se tiene la suerte de un trabajo, es lógica la tendencia al ausentismo laboral y, lamentablemente, más fácil la deserción estudiantil o, incluso, profesoral porque –como en todos los ámbitos– se gasta más en transporte que lo que se percibe como salario.
Algunos me dirán que aún hay unidades de transporte público. Es cierto, sin embargo, estas unidades públicas de transporte, por muy legal que sea su circulación, no aceptan billetes de baja denominación. Este es otro aspecto sorprendente y sobrevenido del problema, porque –junto con la banca– el transporte colectivo se ha convertido en un jugoso negocio del dinero en efectivo, de su recolección y su colocación. Además, impensable un punto para tarjetas de débito o de créditos, o una transferencia bancaria, para pagar por el uso de las pocas unidades, autobuses o busetas en circulación, como sí cabe con los vendedores de hamburguesas, perros calientes y cotuferos, entre otros rubros de la economía informal. Todavía no hemos visto un estudio o una opinión de los expertos en torno a la gran dimensión del negocio del transporte en términos de una economía artificial y, faltando poco, hasta delictiva.
Esta situación del transporte no solo afecta a Caracas, como capital. Desplazarse por las grandes o pequeñas ciudades, pueblos y caseríos es, igualmente, toda una epopeya. De hecho, con el mantenimiento de esta situación, el régimen desconoce el derecho constitucional al libre tránsito. Así de simple. No hace falta un toque de queda, por ejemplo, porque entre la debacle del transporte público, la escasez de efectivo y el hampa desatada, cada quien sale de su casa para lo necesario, lo imprescindible, lo urgente. Si yo le pago un alquiler todos los días al Estado para usar las calles, a través de los impuestos (y del más ineludible de todos, seamos pobres o ricos, como el IVA), por lo menos debería permitirme andar por donde me venga la real gana, a la hora que sea y el día que sea. Formalmente, tengo ese derecho, pero con qué y en qué me muevo, y, por supuesto, quién me protege de la infame situación delictiva.
Como el resto de los derechos humanos, frecuentemente invocados, hay un derecho fundamental como el del libre tránsito, la movilidad, el desplazamiento. Pero han sido subestimados, obviados, soslayados, por no decir olvidados, por los grandes opinadores políticos, quizás porque no tienen un diagnóstico que originaría más crisis; todos prefieren el enfoque convencional de las cosas. A un ingeniero, como el suscrito, no le está vedada la lectura de la Constitución que le permite deducir un poco mejor el sentido de las realidades. Por lo que nos preguntamos dónde andan los abogados o economistas que suelen hacer política, o estos grandes opinadores de las redes sociales, pero muy pocos han ofrecido una lectura alternativa de la realidad que nos friega la vida todos los días.
@freddyamarcano