Un tema apasionante de estudio político son las transiciones desde regímenes autoritarios hacia la democracia. Cuando el régimen autoritario viene acompañado de graves dificultades económicas o de poca libertad económica, concentrando dicho poder en el Estado, todo puede ser más complejo. El otro factor agravante es el grado de penetración de la corrupción en la sociedad, o el alcance de la represión y la violencia, que afecta vidas y alimenta la intolerancia y las dificultades para el encuentro político entre las diferentes fracciones.
Cierto que las transiciones llegan al calor del conflicto político o militar, el colapso de un sistema o movilización popular; pero si hay algunos rasgos importantes en las transiciones políticas exitosas son el pragmatismo, el reconocimiento y empoderamiento de interlocutores válidos, con influencia sobre los grupos sociales enfrentados. Incluso, muchas veces puede resultar atractivo para el liderazgo emergente acumular capital político y no asumir el desgaste que supone el viraje implícito en la transición misma. Esto supone entender que los cambios no se concretan ni sostienen cuando el costo del cambio es muy alto para el liderazgo colectivo de una de las partes del conflicto político, asunto que se resuelve con transiciones negociadas y lideradas por quienes salen del poder y no por quienes aspiran al poder, o algunas veces el resultado de procesos originados por procesos electorales, pero facilitados o acompañadas por quienes salen del poder. Dos ejemplos de transiciones nacidas al calor de procesos electorales son las de Chile y Nicaragua, en América Latina.
Nicaragua es un caso muy interesante. Los nicaragüenses no conocieron la paz por años. El país vivió en guerra civil prácticamente desde 1979 hasta 1990, primero el sandinismo contra las fuerzas armadas de Somoza, y en la última etapa, la «contra» (apoyada por Estados Unidos) enfrentada al gobierno de la «revolución sandinista» (alineada con Cuba y la URSS), en el marco de la Guerra Fría. El paso espinoso del sandinismo hacia la democracia ocurre en medio de un arduo proceso, primero de pacificación, que puso fin a la guerra civil, y luego dando origen a un proceso electoral que desembocó en una transición integrada. Un tablero tan complejo como ese es irrepetible.
Recordemos. La iniciativa de paz partió del socialdemócrata Olof Palme que había sido elegido presidente de Suecia por segunda vez. Era pacifista y defensor incansable de los derechos humanos. A finales de 1982, propuso la creación de un grupo de países que, al margen de Estados Unidos y Rusia, conformasen una iniciativa de paz para Centroamérica. En ese momento, Nicaragua, El Salvador y Guatemala estaban bajo los horrores de cruentas guerras civiles. En enero de 1983, el llamado Grupo de Contadora, integrado por Colombia, México, Panamá y Venezuela, se reunió por primera vez. Sus diligencias tenían un enemigo formidable en Estados Unidos, que inscribía la situación de Centroamérica en el marco mayor de la Guerra Fría. En julio de 1985, Argentina, Brasil, Perú y Uruguay, conformaron el Grupo de Apoyo a Contadora. El Grupo de Contadora realizó una contribución enorme, aunque no haya logrado el fin de las hostilidades: nada menos que el establecimiento de los puntos de una agenda, que además de los aspectos políticos y de seguridad, destacaba como imprescindible el crecimiento económico como requisito y garante de la paz.
En mayo de 1986, comenzó el camino de los tres acuerdos de Esquípulas labrados por el formidable liderazgo del también socialdemócrata Oscar Arias, cuyos desvelos fueron reconocidos ese mismo 1987 con el Premio Nobel de la Paz. A partir de esos acuerdos y hasta las elecciones de 1990 en Nicaragua, poco a poco se fueron replegando las armas.
En 1990, con mucha ayuda nuevamente de Venezuela, se celebraron elecciones en Nicaragua, con suficientes garantías de observación internacional, a pesar del ventajismo perverso del oficialismo sandinista. Contra todo pronóstico, Violeta Chamorro ganó las elecciones. Una mujer excepcional, de un liderazgo también cultivado por la excepcionalidad.
Viuda de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, editor del icónico periódico La Prensa (y legendario líder político), la periodista Violeta Chamorro se convirtió en símbolo de la unidad opositora al sandinismo, habiendo sido antes parte integrante de la Junta de Gobierno que se formó en 1979 tras el colapso de la hegemonía somocista y la renuncia del dictador Anastasio Somoza DeBayle, último miembro de la dinastía familiar en el poder desde 1934. Pedro Chamorro fue asesinado en 1978, al día siguiente de una reunión donde promovía el diálogo y entendimiento entre todas las fuerzas opositoras con el debilitado régimen de Anastacio Somoza, para alcanzar una salida pacífica a la crisis, postura a la cual se oponían los integrantes del Frente Sandinista para la Liberación Nacional.
Por segunda vez, esta mujer se vio enfrentada a las mayores adversidades tras el triunfo electoral, cuyo reconocimiento dependía de su capacidad de negociar con el sandinismo. Y eso fue lo que hizo: ofreció garantías a Daniel Ortega, archienemigo y hasta verdugo de varios integrantes de la coalición, y al movimiento sandinista.
Alcanzó un acuerdo –uno más de muchos que hubo que hacer antes, para llegar a las elecciones–, y se reservó para sí misma la cartera del Ministerio de la Defensa, y nombró a Humberto Ortega –hermano de Daniel Ortega y ministro de Defensa del sandinismo– como su jefe de gabinete en dicho ministerio. Lo mantuvo como comandante del Ejército hasta 1995. Es decir, Violeta Chamarro ganó las elecciones pero cogobernó con el sandinismo en el plano militar, a pesar de la vehemente oposición del vicepresidente Virgilio Godoy, electo junto a ella en la fórmula electoral que le otorgó la Presidencia de Nicaragua.
El empeño de Chamorro no terminó allí. Tres miembros de su gabinete eran figuras del sandinismo, incluyendo al ministro para la Reforma Agraria. Violeta Chamorro acertó, derrotando a sus críticos, y el país se enrumbó en un proceso de transición hacia la democracia y la recuperación económica, con amplio apoyo internacional. Incluso logró que sectores conscientes y moderados que emergieron en el seno del sandinismo se sumaran a su propuesta. Uno de esos positivos liderazgos fue el de Sergio Ramírez, vicepresidente de Daniel Ortega desde 1985 hasta 1990. Dos presidencias de por medio, en 2007 Daniel Ortega retornó por voto popular al poder, donde se mantiene hasta ahora, en una democracia disminuida en lo político pero no radicalizada en el manejo económico, aun cuando opera con altísimos niveles de corrupción. Se ha perdido mucho terreno, quizás porque las rivalidades partidistas y la corrupción fueron dejando atrás la unidad de propósito que se construyó en torno a Violeta Chamorro.
Los hitos que trajeron la paz a Nicaragua, así como los acuerdos que construyeron su transición a la democracia son aleccionadores. Tanto como las falencias que impidieron consolidar una democracia más robusta tiempo después. Pero en un día no tan lejano se pudo seguir el camino a una transición exitosa. Ya se sabe la ruta y cuáles son los peligros de la misma. Por qué no aprender de la historia.
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