Mi propósito hoy se encamina a: (1) demostrar por qué la Alemania nazi era un Estado socialista autoritario y no capitalista. Y (2) demostrar por qué el socialismo no democrático, entendido como un sistema económico basado en la propiedad pública de los medios de producción, requiere inevitablemente una dictadura totalitaria.
Cuando uno recuerda que la palabra “nazi” era una abreviatura para “der Nationalsozialistische Deutsche Arbeiters Partei” (en traducción al español: Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes), ¿qué debería esperar como sistema económico de un país gobernado por un partido “Nacional Socialista”? Hoy sabemos, gracias a Hannah Arendt, que fascismo, nacionalsocialismo y socialismo soviético son términos que tienen, no obstante sus importantes diferencias, una matriz común: el totalitarismo.
La base de la afirmación de que la Alemania nazi era capitalista estaba en el hecho de que la mayoría de las industrias en ese Estado aparentemente quedaban en manos privadas. Pero ya se ha identificado que la propiedad privada de los medios de producción existía solo nominalmente bajo los nazis y que la sustancia real de la propiedad de los medios de producción residía en el gobierno alemán.
Pues era el gobierno alemán, y no los propietarios privados nominales, el que ejercía todos los poderes sustantivos de propiedad: él, no los propietarios privados, decidía qué se iba a producir, en qué cantidad, por cuáles métodos y a quién se iba a distribuir, así como los precios que se cobrarían y los salarios que se pagarían y qué dividendos u otras rentas se permitiría percibir a los propietarios privados nominales.
La propiedad de hecho del gobierno de los medios de producción, estaba implícita lógicamente en principios colectivistas fundamentales adoptados por los nazis como que el bien común está por encima del bien privado y que el individuo existe como medio para los fines del Estado.
Pero los que estableció concretamente el socialismo totalitario de hecho en la Alemania nazi fue la introducción de los controles de precios y salarios en 1936. Se impusieron como respuesta a la inflación de la oferta monetaria efectuada por el régimen desde el momento de su llegada al poder a principios de 1933. El régimen nazi infló la oferta monetaria como medio de financiar el enorme aumento en el gasto público que requerían sus programas de obras públicas, subvenciones y rearme. Los controles de precios, de cambios y salarios se impusieron en respuesta al aumento de los precios que empezó a producir la inflación. El efecto combinado de la inflación y los controles fue la escasez.
Las escaseces generan caos en el sistema económico. Introducen arbitrariedades en la distribución de suministros entre áreas geográficas, en la asignación de un factor de producción entre sus diferentes productos, en la asignación de trabajo y capital entre las distintas ramas del sistema económico. A la vista de la combinación de controles de precios y escasez, el efecto de una disminución en la oferta de una cosa no es, como pasaría en un mercado libre, aumentar su precio e incrementar su rentabilidad, operando así para detener la disminución de la oferta o invertirla si ha ido demasiado lejos. Los controles de precios impiden el aumento en la oferta al reducir el precio y la rentabilidad. Como consecuencia, la combinación de controles de precios y escasez hace posible movimientos aleatorios de la oferta sin ningún efecto en los precios y la rentabilidad.
Para ocuparse de los efectos no pretendidos de sus controles de precios, el gobierno debe o bien abolir los controles de precios o añadir más medidas, como precisamente el control sobre lo que se está produciendo, en qué cantidad, por cuáles métodos y a quién se distribuye. La combinación de controles de precios aunada a su mayor serie de controles, constituye la socialización de hecho del sistema económico. Pues significa que el gobierno ejercita entonces todos los poderes sustantivos de propiedad. Este fue el socialismo instituido por los nazis, o de “patrón alemán”, que equivale al de los soviéticos, o de “patrón bolchevique”.
El efecto de controlar precios, tipo de cambio y salarios, es iniciar el propio caos. Porque el socialismo no es un sistema económico positivo. Es meramente la negación del capitalismo. Como tal, la naturaleza esencial del socialismo es la misma que el caos económico que resulta de la destrucción de la economía de mercado. Este último es de los más funestos, porque aun en una economía de tipo soviético, el precio de equilibrio es incalculable, como lo demostraron Mises y Hayek, desde los años cuarenta del siglo pasado.
Como mucho, el socialismo totalitario simplemente cambia la dirección del caos. Y esto porque, en la coordinación económica, la burocracia estatal reemplaza al mercado. Hoy en día, y en el horizonte, sabemos que ninguno de los métodos de planificación que aplicó el Gosplan pudo imponer un sistema de precios y salarios, tipo de cambio y tasas de interés equilibrado, base de la estabilidad de toda la economía. Tampoco pudo enjugar el enorme déficit fiscal, abierto por empresas perdidosas.
Las consecuencias de aplicar un sistema de control de precios y salarios dan mucha luz sobre la naturaleza totalitaria del socialismo, en cualquiera de sus variantes. Podemos empezar por el hecho de que el interés propio de los vendedores que operan bajo controles de precios es evadir los controles de precios y aumentar sus precios. Los compradores, incapaces de otra forma de obtener bienes, están dispuestos a pagar estos precios más altos como medio de conseguir los bienes que quieren. En estas circunstancias, ¿qué va a impedir que aumenten los precios y se desarrolle un mercado negro masivo? Surge, sí, “la economía a palos”: baja obligada de precios, vaciamientos de los estantes, y, por falta de producción o divisas, no se reponen inventarios. La inflación se dispara. Y entonces, el lema: “Empresa cerrada, empresa ocupada”.
Por tanto, en resumen, los requisitos simplemente para aplicar las regulaciones de control de precios son la adopción de las características esenciales de un Estado totalitario, es decir, el establecimiento de la categoría de “delitos económicos”, en la que la búsqueda pacífica del interés propio se considera un delito criminal, y el establecimiento de un aparato policial totalitario lleno de espías e informadores y el poder de un arresto y prisión arbitrarios.
Está claro que la aplicación de controles de precios requiere un gobierno similar al de la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin, en los que prácticamente cualquiera podía resultar ser un espía policial y en los que existe una policía secreta que tiene el poder de arrestar y encarcelar a la gente. Si el gobierno no está dispuesto a llegar tan lejos, entonces, hasta ese punto, sus controles de precios resultarán inaplicables y sencillamente no funcionarán. De ese modo el mercado negro asume proporciones enormes.
La actividad del mercado negro conlleva la comisión de más delitos. Bajo el socialismo de hecho, la producción y venta de bienes en el mercado negro conlleva el desafío de las regulaciones públicas respecto de la producción y distribución, así como el desafío a sus controles de precios. Bajo un sistema de socialismo de derecho, como el que existía en la Rusia soviética, en el que el código legal del país hace al gobierno del país el propietario de los medios de producción, toda actividad de mercado negro conlleva necesariamente el uso indebido o el robo de la propiedad del Estado.
Creo que un hecho fundamental que explica el reino absoluto de terror que se encuentra en el socialismo es el increíble dilema en el que se sitúa un Estado socialista en relación con las masas de sus ciudadanos. Por un lado, asume una responsabilidad completa del bienestar económico individual. El socialismo al estilo ruso o bolchevique reconoce abiertamente esta responsabilidad: es la fuente principal de su atractivo popular. Por otro lado, de todas las formas que puedan imaginarse, un Estado socialista resulta una chapuza increíble en esta tarea. Hace de la vida del individuo una pesadilla.
Todos los días de su vida, el ciudadano de un Estado socialista debe gastar tiempo en colas de espera inacabables, por el pan de cada día. Aun peor es que se le obliga frecuentemente a trabajar en un empleo que no ha elegido y que por tanto debe indudablemente odiar.
Entonces, ¿contra quién sería más lógico que los ciudadanos de un Estado dictatorial dirijan su resentimiento y hostilidad? El mismo Estado que ha proclamado su responsabilidad por su vida, le ha prometido una vida de felicidad y es responsable de una vida infernal. De hecho, los líderes de un Estado socialista viven un dilema mayor, ya que cada día animan al pueblo a creer que el socialismo es un sistema perfecto, cuyos malos resultados solo pueden ser obra de gente malvada. Si eso fuera verdad, ¿quiénes podrían ser razonablemente esos hombres malvados, salvo los propios gobernantes, que no solo han hecho infernales sus vidas, sino que han pervertido un sistema supuestamente perfecto para hacerlo?
De esto se deduce que los gobernantes de un Estado socialista deben vivir aterrorizando a la gente. Por la lógica de sus acciones y sus enseñanzas, el bullente resentimiento del pueblo puede hacerle levantarse y tragárselo en una orgía de sangrienta venganza. Los gobernantes sienten esto, incluso aunque no lo admitan abiertamente, y por tanto su mayor preocupación es siempre mantener a raya a la ciudadanía.
Un gobierno dictatorial aniquila totalmente estas libertades. Convierte a la prensa y a cualquier foro público en un vehículo de propaganda histérica en su favor y se dedica a la incansable persecución de todo el que se atreve a desviarse un centímetro de su línea oficial del partido. A causa de su terror y su desesperada necesidad de aplastar cualquier respiro incluso de una potencial oposición, el gobierno no se atreve a permitir ni siquiera actividades puramente culturales que no estén bajo el control del Estado. Pues si la gente va a reunirse para un espectáculo artístico o un recital de poesía que no esté controlado por el Estado, los gobernantes deben temer la diseminación de ideas peligrosas. Cualquier idea no autorizada es una idea peligrosa, porque puede llevar al pueblo a empezar a pensar por sí mismo y por tanto comenzar a pensar acerca de la naturaleza del gobierno y sus gobernantes. El muro de Berlín lo atestigua.