A Juan Requesens
Es sabido que la tortura es uno de los más siniestros atropellos a la dignidad humana. A veces peor que el asesinato. Tanto que resulta difícil dar con exactitud con toda la complejidad de su crueldad extrema. Es claro que ella supone una temporalidad realmente sádica, el asesinato suele o puede ser instantáneo, al cebarse sin límites horarios sobre el cuerpo atormentado tratando de encontrar las más intolerables formas del dolor y de humillación sobre este. Y basta recorrer cualquier recopilación de la historia de la tortura para encontrar las formas más insólitamente inhumanas, a veces rayanas en verdaderas figuras inauditas.
Pero, sobre todo, la tortura cuando es utilizada, la mayoría de las veces, para obtener información sobre otros es un intento no solo de martirizar el cuerpo o la psiquis del torturado, sino también su integridad moral, al tratar de inducirlo a propiciar la captura, el dolor o la muerte de los suyos, la delación forzada. Por ello muchos prefieren el suicidio e incluso se adiestran para él y no solo por temor al dolor sino por devoción a una causa o a unos seres fraternos.
Albert Camus ha visto admirablemente otro matiz de ella: hacer que el torturado “cante” es una necesidad para el torturador que no puede postular su inocencia pero sí “crear la culpabilidad de la víctima misma… y si hay una culpabilidad de todos, en un mundo sin sentidos, esta legitima el ejercicio de la brutalidad, el triunfo de la fuerza”. Pretende equipararse moralmente con su víctima, ambos supuestos y equidistantes pecadores en un mundo sin valores.
Semejante aberración ha pasado a ser uno de los grandes tópicos del derecho internacional y uno de los crímenes más abominables, más asqueantes. Sobre todo cuando es práctica sistemática, sin justificación posible, repudiada en principio prácticamente por todos los países planetaria, regional y nacionalmente. Y más aún por una jurisprudencia de alcance universal, aun más universal que el derecho mismo a la vida (discutible como pena de muerte o eutanasia, por ejemplo). Crimen de lesa humanidad por excelencia.
Recordar estas nociones básicas puede iluminar la estridente condena no solo nacional, para empezar, del presidente Guaidó y de los organismos locales e internacionales vinculados a los derechos humanos, los países más diversos y personalidades incuestionables, de la trágica muerte del capitán Acosta Arévalo debido a atroces torturas. No hay que enfatizar en los perfiles dramáticos del caso, ya los han descrito los medios con suficiente elocuencia. Pero sí subrayar que la absoluta, impúdica, estúpida, flagrancia de este caso vende al mundo la imagen más sórdida de Maduro y su gobierno, y empeora la que tenía, ya de por sí indigerible hasta por sus supuestos amigos. Hasta México rompió su muy reconstruida virginidad no ingerencista para condenar la monstruosidad. Además, ella evidencia, si para alguien todavía hubiese necesidad, el carácter sistemático, de política planificada de esa abominable conducta, que ya forma parte del rostro planetario de Maduro y de las documentadas acusaciones que en ese sentido han llegado hasta la Corte Penal Internacional.
No es tampoco un detalle insignificante que esto afecte a las Fuerzas Armadas que tanto presume de sus glorias y su honor, como si siglos de tiranías y corruptelas militares no hubiesen existido jamás. Porque nadie va a creer que este fue el capricho de un par de soldados perversos a los que les dio por saciar sus patologías personales.
Pero es muy probable que así termine por ser, con la complicidad de fiscales, defensores del pueblo y jueces lacayunos; pero en un libro más amplio y permanente ya está registrando este hecho grotesco que se suma a otros muchos, obras de un gobierno sin luces políticas, sin habilidades económicas y estrambótica facha ante el mundo. Que solo sostiene la fuerza bruta y sin escrúpulos, la de siempre, la del lobo, la de los despiadados y atemorizados tiranos que en el mundo han sido. Y que la historia demuestra que es el camino más corto hacia el infierno histórico.
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