Quizás la Asamblea General de la OEA debería declararse en sesión permanente a la espera del momento en que Nicolás Maduro se vaya de la organización, como dice, o de que los gobiernos que hasta ahora se abstienen asuman que constituyen una vergüenza histórica y faciliten la suspensión de Venezuela, y, simultáneamente, para estar en continuo alerta frente a la “matanza” en Nicaragua.
Hoy por hoy quizás es más urgente lo de Nicaragua que lo de Venezuela. El régimen chavista se desmorona solo. En cambio lo de la dupla Ortega-Murillo y la represión, torturas y muertes en el sufrido país centroamericano, hacen preciso seguirlo más de cerca y estar muy arriba para evitar que derive en una nueva Venezuela o algo peor.
Hay que denunciarlo y adoptar todas las medidas que puedan ayudar a una salida en Nicaragua. Y esta no pasa por el “diálogo”. El diálogo de Ortega es del mismo tipo que el que propició Maduro, con la triste complicidad de Rodríguez Zapatero y algunos otros más y que fuera bendecido por el papa Francisco, quien todavía parece que no se ha percatado de que en Venezuela hay una dictadura.
El diálogo en Nicaragua pasa por la salida de Ortega, como de primera se lo dijeron los estudiantes al mandamás, en su propia cara.
En esta Asamblea, y más allá de las urgencias, hay que reconocer que se ha ido por buen camino. Muchos sienten que el paso es muy lento, sobre todos aquellos que tienen hambre, que necesitan medicinas o que luchan y enfrentan en la calle a los fascistas “grupos de choque” gubernamentales. Pero es que hay determinados trámites y mecanismos formales que hacen a la legitimidad institucional imposibles de esquivar. Y a ello se suma la “traba” que implican los abstencionistas, en actitud más vergonzante, sin duda, que la de los que directamente dan la cara y se oponen y no reniegan ni renuncian a su sociedad con el chavismo.
Hay quienes se sorprenden de lo lento que avanza el caso venezolano frente a lo rápido que se resolvió el caso de Honduras. Lo que ocurrió en aquel momento fue que la víctima era Zelaya –no el pueblo hondureño– y que este era parte de la comparsa progresista a la que, con muchos más votos entonces y actitud de “barra brava”, poco la frenaban los aspectos “formales”. Como explicaron más de una vez los popes progresistas –Mujica, Evo, Correa, Dilma, Lula, Néstor y Cristina, Ortega– lo político está por encima de lo jurídico; esto es, aquello de que el fin justifica los medios.
La asamblea miró fijo el caso de Nicaragua y ello es bueno. Quizás no tomó decisiones o aprobó declaraciones tan duras como la circunstancias reclaman, pero no desvió la vista. En cuanto a Venezuela, declaró la ilegitimidad del actual gobierno de Nicolás Maduro –por donde se le mire y se analice–. Seguro que no resulta una novedad: se trata de una dictadura, y eso ya es cosa sabida desde hace mucho, pero importa el pronunciamiento del organismo interamericano. Algunos tendrán que “parar la oreja”. Entre estos los organismos internacionales de crédito: todo lo que hagan, lo que puedan dar o acordar será con o para un gobierno ilegal e ilegítimo. ¿Están facultados para ello? ¿Qué validez tienen, y hasta cuándo, compromisos contraídos por un gobierno no reconocido como legítimo?
Y lo mismo vale y ha de valer para los países y las “inversiones” que vengan – de Rusia, de China o de donde sea– mientras continúe Maduro. Se tratará de asistencia, préstamos, convenios o pactos con él y con otros chavistas –que serán los directos beneficiarios–, pero no con el pueblo venezolano verdadero y único soberano. Cuando venga el cambio –la OEA ha reclamado una salida electoral en forma– y asuma un gobierno legítimo elegido libre y democráticamente por el pueblo venezolano, caen todos esos “compromisos”. El pueblo venezolano no tiene nada que ver y si alguien tiene algo para cobrar que se lo reclame a Maduro y a Diosdado Cabello y sus adláteres.
Y que cada uno tome nota y no venga después con cuentas turbias.