Como era previsible, las medidas económicas tomadas por el gobierno resultaron extemporáneas, inadecuadas e insuficientes. En consecuencia, terminaron sometiendo a la población a mayores penurias y a más inflación. La desesperanza, con sus secuelas personales y sociales, no ha hecho sino profundizarse. Incluso los gestos oficiales calculados como generadores de optimismo no han logrado sino alimentar la frustración. Del promocionado viaje a China solo quedan, de parte de los anfitriones, declaraciones ambiguas y algunas promesas –escasas y condicionadas– y, para Venezuela, más compromisos –de pagos, de suministro de petróleo, de nuevas concesiones.
Como nunca en estos largos años, a la sensación de incertidumbre se ha unido la de vacío: vacío de liderazgo, de propósitos, de tareas colectivas, de retos con sentido de país. La imagen de una oposición afirmando su presencia, creciéndose y haciéndose oír ha sido reemplazada, al menos en alguna medida o de manera más visible, por voces de la comunidad internacional o por el drama de la emigración. Pese a ese silencio, resulta casi inevitable percibir una honda necesidad, la de tener en qué y en quién creer, la de ser parte de una acción, saber hacia dónde se camina y que el esfuerzo tiene sentido.
Entre las muchas urgencias de Venezuela, esta es una de las primeras: pensar un Plan –así, con mayúscula– sobre el cual la gente, las instituciones, las comunidades, puedan trabajar. Se trata de trazar un verdadero plan que logre concitar apoyos, con soluciones en el ámbito político, pero también y de manera muy importante, en el económico. Se trata de dar contenido al liderazgo, de no dejar las decisiones en manos de los amigos o de las circunstancias, de aglutinar voluntades de los principales actores de una sociedad moderna y participativa, no solo de los políticos. Se trata de ponerse de acuerdo en lo sustancial, en el modelo y en las reglas, de atender las causas, no solo las consecuencias. La crisis humanitaria que hoy desangra a Venezuela es una consecuencia.
Un plan que merezca el apoyo de todos no puede partir sino de la verdad y de la aceptación de la realidad. Para que un plan económico de emergencia –inevitable en las actuales circunstancias de Venezuela– logre ser exitoso, será preciso aprender de las experiencias, sobre todo de las más recientes, de otros países que deben o han debido acudir a las instancias financieras internacionales –Grecia, Argentina, Turquía– y en los cuales los ajustes fueron incompletos o excesivos o los sacrificios de la población terminaron siendo mayores que los resultados.
Hará falta, entonces, ir más allá de la ortodoxia y de los manuales, pensar en programas más benignos pero más efectivos, considerar plazos quizás más largos y más realistas, activar la flexibilidad, generar confianza en las medidas y en los actores, atender a los problemas estructurales vinculados al modelo de crecimiento, la legislación, el sistema judicial, las trabas del clientelismo, de la burocracia y de las regulaciones excesivas o contraproducentes y, como observa The Economist al analizar el caso argentino, prestar atención a tres cosas difíciles de hacer al mismo tiempo: controlar la inflación, reducir el déficit fiscal y hacer que la economía crezca.
Será necesario formular un plan creíble para el país, para la comunidad internacional, para el mundo financiero, lo cual pasa por una gran disposición y un gran esfuerzo para concertar y conjugar posiciones, estimular la inversión en lugar de ahuyentarla, convencer a los acreedores para que reduzcan sus aspiraciones, acordar, conciliar intereses y visiones.
Pensar en un plan económico que ilusione al país con una visión de solidez, estabilidad y crecimiento es comenzar a deslastrase de un modelo que en nombre del igualitarismo promueve el sometimiento, se apoya en la dependencia, aspira a perpetuarse con la aplicación de controles y la renuncia a las libertades. Corresponde al liderazgo, o a la suma de liderazgos, promover una propuesta que dé sentido a la unidad de acción y active la esperanza.