La enorme operación represiva que el régimen a punto de colapso ha puesto en marcha no ocurre sola: va acompañada de la virulenta destrucción del país. La política de tierra arrasada se produce en todos los planos de la realidad. Hace patente que el odio de Maduro, Cabello y Padrino López no se limita a los ciudadanos. También odian el paisaje, la infraestructura, los bienes públicos y privados, y el conjunto de la actividad productiva. Lo odian todo, lo que incluye a sus propios colaboradores. Es posible que, frente al espejo, cada uno sienta odio ante el color hormigón de su propia imagen.
La política de tierra arrasada se ejecuta de forma simultánea a la represión: mientras policías y guardias nacionales disparan, asaltan comercios y rompen todo cuanto encuentran a su paso, destruyen enrejados y ventanas protectoras; atracan en grupos a peatones, a quienes rodean con sus motos (las escenas de atracos que han sido filmadas por los ciudadanos muestran el gran entrenamiento que estos uniformados tienen en la práctica del ataque motorizado a mano armada); expropian fincas para incorporarlas a las decenas y decenas de fincas improductivas y destruidas que el gobierno posee en varios estados del país, que también fueron expropiadas y hoy no son más que extensiones desoladas y en ruinas.
Bajo esta política se queman locales; se utilizan tanquetas para arrollar a quienes protestan; se ejecutan asaltos a estacionamiento de edificios y se destruyen y desvalijan los vehículos estacionados; se dispara a los edificios, sin contención ni medida. En el país donde todo falta, sobran las bombas, las balas y los armamentos para usarlas.
Es bajo ese impulso, que actúa como un virus en el seno de las fuerzas represoras, que un hombre uniformado, envuelto por el poderío que le otorga su condición de hombre armado, sintiéndose superior al resto de la humanidad, se hace con violencia del instrumento de un músico, un pequeño violín, y lo destruye. Pero eso no termina ahí: la política de tierra arrasada debe ser mostrada, exhibida. El funcionario devuelve a su propietario, no el violín sino los restos del violín. Devuelve su trofeo, una elocuente muestra de su capacidad de destruir.
Esto es importante: el capítulo final de la política de tierra arrasada es el proyecto de constituyente comunal. El objetivo es consumar la destrucción de las instituciones; matar, de una vez por todas, la independencia de los poderes; darle un tiro de gracia al Parlamento; liquidar las potestades de la Fiscalía General de la República y convertirla en un apéndice de la política represiva. A partir de una base comicial que no representa a la sociedad sino a su pequeña oligarquía, se proponen crear una especie de Estado a su conveniencia, cuyo único propósito es lograr que Maduro y Padrino López gobiernen una Venezuela arrasada de forma indefinida.
La política de tierra arrasada no conoce límites. Guiada por el odio a todo, salvo a la riqueza mal habida y a la narco-corrupción generalizada, no puede parar. Como sabemos, el odio se alimenta a sí mismo. Lo que estamos viendo no deja lugar a dudas: el país entero rechaza al régimen. Son millones y millones de personas, de todas las edades, lugares de residencia y situación socio-demográfica, que tienen en común el objetivo de salir de esta pesadilla. No creo que en la historia venezolana de los siglos XX y XXI, se haya producido una convicción tan amplia y firme: el gobierno debe salir y dejar paso a un nuevo país.
Solo al gobierno le interesa mostrar lo que sucede en Venezuela como un enfrentamiento entre dos sectores de la sociedad, con visiones políticas diferentes. La realidad es otra: los más diversos sectores de la sociedad, casi la totalidad de ellos, están enfrentados a una minoría, cada vez más reducida y desesperada, dispuesta a todo por mantenerse en el poder. Si esa minoría se mantiene en el poder es solo porque se trata de una minoría armada. Armada y que ya ha hecho uso de esas armas en contra del pueblo, en decenas y decenas de puntos de la geografía venezolana.
El gobierno no tiene argumentos. Las dimensiones de su fracaso son inocultables e irreversibles. No hay en el país nada que no haya sido esquilmado, destruido, deformado. Lo único que lo sostiene son las armas de la Guardia Nacional, de los colectivos y de la Policía Nacional Bolivariana. El lector debe preguntarse si esto es sostenible: si con balas y bombas lacrimógenas, con francotiradores y bandas de atracadores, lograrán doblegar al país que exige un cambio. Me parece que la respuesta a la pregunta es evidente: no lo lograrán. El final está muy cerca.
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