El colapso de Venezuela se parece a un agujero galáctico que se expande a gran velocidad llevándose por delante lo que sea, incluso la viabilidad misma del país como una nación independiente y capaz de ofrecer una vida humana y digna a su población. No, no se trata de un colapso de la economía, o de la mínima convivencia social, o de las estructuras básicas del Estado, o de la capacidad elemental para frenar la violencia criminal. Es todo eso y mucho más. Por eso es un colapso integral. Un colapso nacional.
Todos los indicadores, absolutamente todos, se encaminan rápidamente en esa dirección. Desde la hiperinflación hasta la explosión continuada de delincuencia, desde el “default” de la deuda hasta la carencia de dinero en efectivo, desde la escasez generalizada y creciente de alimentos básicos hasta el desenfreno de la depredación de los recursos económicos, desde la quiebra de los servicios públicos fundamentales hasta la masiva emigración de las nuevas generaciones, desde el deterioro extremo del “sistema de salud” y la carencia de las medicinas más necesarias hasta la desintegración de las plataformas tecnológicas.
Todo colapsa o casi todo, porque todavía falta por colapsar lo que ha debido de colapsar hace mucho tiempo, es decir, la hegemonía despótica, corrupta y envilecida que está destruyendo Venezuela hasta los cimientos. En ese sentido, debería privar un principio central: todo lo que sea bueno para el continuismo de Maduro y los suyos, es malo para Venezuela; y todo lo que sea malo para el continuismo de Maduro y los suyos, es bueno para Venezuela. Ese principio para que pueda ser llevado a la práctica con eficacia no puede tener excepciones.
Ahora, este destructor implacable de la patria venezolana, que es el señor Maduro, proclama que está negociando el que “quizá” haya elecciones presidenciales en el próximo año, pero siempre y cuando existan “garantías económicas”, verbigracia, que le presten más y más dinero de los centros financieros internacionales, para seguir con la festín de la deuda más cara del mundo, además de la depredación más descarada del mundo. Esta sola proclama debería bastar para insistir en que no pueden haber transas o cambalaches con retorcimientos de tal naturaleza.
Lamentablemente, en algunos ámbitos de la oposición formal se piensa distinto, y bien distinto, por cierto. La prioridad nunca ha sido ni es la salida de Maduro y los suyos, sino la adquisición de determinadas estructuras burocráticas, o los llamados “espacios”, como suelen identificar unos cuantos politólogos que, transmutados en políticos, van poniendo una torta tras otra, a veces de buena fe y otras con completa conciencia y también con avidez de satisfacción de intereses económicos.
Mientras el destructor Maduro y los suyos estén donde están, el colapso venezolano seguirá extendiéndose y profundizándose hasta quién sabe qué abismos de miseria y asolamiento. Y es obvio que estos personajes no tienen ni la voluntad ni la capacidad para cambiar de rumbo. Es un imposible que de pronto dejen de destruir, no tanto para empezar a construir, sino para siquiera dejar las cosas como están. Es imposible. De allí que no hay otra alternativa justa y constitucional que superar la hegemonía roja y darle al país, al menos, la posibilidad de ir reconstruyendo la república, la democracia, el Estado, la economía, la convivencia social, la seguridad colectiva y personal, así sea poco a poco.
Pero para esto hay una condición indispensable. Maduro se tiene que ir, y con él, su comitiva de destructores. Las puertas de la Constitución son lo suficientemente anchas, para que todos salgan por ellas.
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