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¿Tiene Xi los pies de barro?

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Una mirada a lo que piensan los grandes analistas del mundo sobre las verdades que rodean la dinámica de la potencia china puede ilustrarnos acerca de la visión occidentalizada que tenemos del emblemático personaje que es Xi Jinping, a quien vemos desde este lado del planeta como uno de los líderes de la escena internacional de estos días.

George Friedman, fundador de la firma de análisis político estratégico Stratfor en 1996, es hoy el director de GeopoliticalFutures, una publicación digital que analiza prospectivamente el curso de los hechos globales. En opinión del destacado analista americano de origen húngaro graduado de Cornell, la visión que tenemos del coloso que ejerce hoy la jefatura del gobierno, del Estado y del Partido Comunista en China se encuentra algo distanciada de la realidad y matizada su percepción por la manera sesgada que tenemos en Occidente de percibir los fenómenos asiáticos. 

No se trata de que China no tenga la descomunal importancia que reviste en la escena planetaria. ¿Cómo negar que las solas dimensiones de lo chino son capaces de alterar, para bien y para mal, la dinámica de todo el planeta? Se trata, para Friedman, de que el líder máximo del Imperio del Medio descansa sobre una imagen de poder digna de un titán, fabricada por sí mismo y con las herramientas que le otorga estar al frente de una nación totalitaria con un dominio absoluto e irrestricto de la comunicación frente a sus nacionales y de cara a los terceros. En dos palabras, un montaje.

La inoculación del miedo, del temor inconsciente o consciente hacia el líder, ha sido una táctica utilizada por numerosos dirigentes a lo largo de la historia. Se gobierna mejor cuando quien lleva las riendas es capaz de generar pánico reverencial. De allí que el hombre se haya involucrado seriamente en una lucha anticorrupción dentro de sus fronteras –lo que muchas veces no pasa de ser una purga política– y que todas sus apariciones en lo externo, si no grandilocuentes, son de inmensa contundencia. Para muestra un botón: la política de “Un cinturón, un camino” o la de “Una sola China”, o la rivalidad manifiesta con Estados Unidos o sus hegemónicas iniciativas vis à vis el resto de los países de Asia. 

Tampoco es posible negar que Xi Jinping es un dictador. Y que la transición de presidente a dictador se ha producido de la misma manera que históricamente en China: cada período de debilidad ha requerido de un hombre en extremo fuerte a la cabeza. Para contrarrestar los malestares de la galopante pobreza que experimentan no 20 ni 30 ni 80 millones, sino 800 millones de chinos, la mirada del gobierno tiene que estar enfocada en la represión, tanto como en el avance económico para incorporar a los excluidos. Solo que la incorporación es bastante más lenta que la efervescencia del descontento. La pérdida de la lealtad hacia Pekín se va haciendo material en la medida en que las necesidades de la población no son atendidas adecuadamente.

Así, pues, cada sistema tiene en su interior la semilla de su propia destrucción. Puede que Xi, dentro de su manera propia de abordar la gravitación que China desea protagonizar sobre el resto del mundo, se evidencie como un gigante fuerte y agresivo… pero torpe. El mejor exponente es la diatriba comercial con el presidente de Estados Unidos, en la que China lleva todas las de perder.

Al interior de su país, las disidencias son continuas aunque ni una línea en los medios oficiales lo refleje.

De allí que el gigante Xi, que cacarea tanto su fortaleza, puede terminar teniendo quebradizos pies de barro.

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