La Venezuela en conflicto de hoy se parece a Túnez en diciembre de 2010. El presidente Ben Alí estaba al frente un gobierno corrupto, antidemocrático y con una situación económica en crisis. Un frutero, Mohamed Bouazizi, se inmoló en protesta porque le decomisaron sus productos. Esa chispa despertó la frustración de un pueblo sometido por años y engendró la llamada Primavera Árabe que permitió derrocar además a los líderes autocráticos de Egipto, Yemen y Libia. Miles de jóvenes en la calle y enfrentamientos con la policía; primero piedras y luego bombas molotov, saqueos a discreción. Ben Alí reprimió con brutalidad. Acusó a los manifestantes de extremistas/terroristas y a la prensa de causante de la desobediencia civil.
Las fuerzas de seguridad arreciaron la represión que dejó varias decenas de muertes y cientos de detenidos. Los manifestantes no cedían, querían la renuncia del presidente y reformas constitucionales. La comunidad internacional exigía el fin de la represión. Muchos de sus partidarios le dieron la espalda y Ben Alí renunció y huyó hacia Arabia Saudita después de no ser aceptado en Francia.
Lo que parecía una derrota certera para el militar tunecino demostró que su olfato político prevaleció y antes de someter a su país a un mayor derramamiento de sangre encontró en la salida la opción menos dramática, y evitó lo que resultó, por ejemplo, en Libia y en Siria, inmersas en guerras civiles por la tozudez de sus dirigentes en permanecer en el poder a costa de lo que fuese. Las sociedades se cansan y los gobernantes se agotan. Es el caso en Venezuela con Maduro y su proyecto, el país no puede seguir montado en una bomba de tiempo porque un grupúsculo quiera mantenerse en el poder. Estamos a tiempo de evitar un mal mayor.