Quise titular distinto –“La degradación de la política en Venezuela”– y me corregí, pues ver degradada la política supone que algo de ella sobrevive. Algo puede hacerse entre sus actores actuales, concertando estos para revalorizarla como “elevada forma de caridad”, según las palabras de Joseph (Benedicto XVI) Ratzinger.
Luego de los hechos recientes –otros anteceden a las ejecuciones extrajudiciales de Oscar Pérez y sus compañeros por órdenes de la dictadura, realizadas con saña cainita– solo resta ira popular, ahogo, impotencia, dolor que duele mucho al ser silencio, miedo colectivo que se confunde con un desbordamiento de odios.
Ello podrá superarse si de las víctimas: incluidas las de la hambruna, satisfechas en sus derechos a la memoria, la verdad y la justicia, surge algún sosiego que les permita restablecer los lazos de confianza hacia los otros, entre sus compatriotas, en la idea bienhechora del bien común.
Luego de la masacre de El Junquito no queda en pie nada de la política. Ni siquiera puede señalarse que han ocurrido nuevas violaciones agravadas de derechos humanos bajo el oprobioso régimen de los causahabientes de Hugo Chávez –los Maduro-Flores, los Cabello-Carvajal, los Tarek, los Rodríguez, sus respectivos sicarios– como consecuencia de una política de Estado.
No hay política donde medra el terror, donde hace cuna el terrorismo desde el Estado; pues ni siquiera cabe hablar de “terrorismo de Estado” en Venezuela, pues alude a los restos de alguna institucionalidad que se sostiene. Ni siquiera existe, en la práctica, la Asamblea Nacional.
El país que fuimos es ahora una colcha de retazos, es anomia pura, suma de víctimas.
Hemos mudado en individuos aislados y huérfanos, arrastrados por la angustia vital. Pisamos un territorio que nos quema las plantas de los pies. No nos reconocemos socialmente ni reconocemos a este bajo el diluvio de violencia impúdica que lo anega. Es irracional, pues carece de propósito político. No es guerra que cuente con partes beligerantes. Es la maldad que azota y solo la explica el terrorismo, como forma y modo de vida.
Causar terror, con actos susceptibles de expandir sus efectos psicológicos sobre la masa, para así fracturarla, envilecerla; destruirle todo lazo de afecto familiar y social es el único motivo que anima al régimen. Es oponer el uno al otro, a hermanos, a connacionales, a copartidarios, transformándoles en agentes de la traición y la deslealtad. Y lo ha logrado.
Es lo que se aprecia en el comportamiento de Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Freddy Bernal, Néstor Reverol, quienes celebran su acción terrorista intencional. Se lavan las manos con la sangre de los caídos y hasta les prohíben el llanto fúnebre a los deudos, para que aumente el odio. Hacen burla y se mofan de aquellas para exacerbación de lo orgiástico en sus sicarios, sus colectivos y militares más ruines.
Atrás queda hasta el tinte del terrorismo antiguo, el de los zelotes o los sicarii, previos a la edad cristiana, ejercido para atemorizar a los romanos o usando la sica –de allí el puñal que da origen al sicario– para castigar en público y con sorpresa, en la plaza pública, a los colaboracionistas. Maduro y los suyos pueden mirarse hoy en el espejo del absurdo, de la tragedia que tiene como protagonista al paisano de los Tarek, Jalifa Belgasin Haftar, comandante de las fuerzas armadas libias. Situado en la acera de enfrente de los yihadistas después de ser el colaborador sanguinario de Muamar Gadafi, el pasado julio ejecuta sin juicio a 18 de estos, puestos de rodillas, filmados como para expandir más el caos que hoy se engulle a esa nación.
Es esta la herencia de la revolución roja bolivariana, que comienza con su masacre de Miraflores o de El Silencio, sus 20 asesinatos y 100 heridos, en 2001; a la que siguen los diálogos de Jimmy Carter, cuyas resultas busca impedir Chávez con la otra masacre de febrero –la primera, la del 27, en 2004– con 12 muertos y otro centenar más de heridos, y 400 detenidos. Al término, burlados por este los comicios referendarios, en postura mesiánica como la que nutre al terrorismo, le dice al país con frases que copia de Víctor Hugo: “No me creo con el derecho de matar un hombre, pero me siento en el deber de exterminar el mal”. El mal absoluto ve como mal el bien de la vida. Así de simple.
Me pregunto, en esta hora agonal, si ocurrida la masacre de febrero de 2014, asesinados más de 120 jóvenes en 2017, vista la purulenta acción cobarde terrorista de El Junquito, ¿seguirán afirmando los jefes de nuestras franquicias partidarias que “o dialogamos o vamos a la guerra”? Ese maniqueísmo sin solución es la muestra de que ha muerto la política, algo más complejo. ¿Creen aún que negocian con políticos, o son tontos útiles del terrorismo?
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