Lo llamaron de muchas maneras; no obstante, siempre prevaleció su nombre original: Teodoro. Así se lo impuso la lucha política y, a veces, la vida clandestina que por varios años de su existencia se vio obligado a llevar. Su espíritu de luchador incansable, su valentía, la integridad de su vida, la firmeza de sus convicciones, su dimensión intelectual y el ejemplo que ha dado constituyen la mejor identificación de este eminente compatriota que supo interpretar cabalmente nuestros problemas y nuestras realidades, nuestras carencias y nuestras posibilidades.
Este generoso luchador político se entregó, sin consideraciones ni regateos de ninguna especie, a la obra de labrar un mejor destino para el sufrido pueblo venezolano. Mi admirado amigo supo llenar todos los valores del espíritu; con gran tesón y entusiasmo, cultivó su ambiciosa y fecunda intelectualidad, desarrolló con enjundia una gran capacidad y erudición para el análisis de la política y ambas las colocó al servicio de su país sobre el que tenía la absoluta certeza de que podía y debía mejorar. Cuando tuvo que revisar y rehacer su ideario político no dudó en hacerlo, aun cuando eso le significó confrontación ideológica, acerbas críticas y la dolorosa pérdida de compañeros de ruta. Batalló sin dudas ni vacilaciones, con convicción, con integridad y patriotismo y con gran entusiasmo para reivindicar las necesidades de su pueblo en una labor útil, eficaz y duradera. Practicó el bien sin interés mezquino y sin hipocresía; sostuvo sus convicciones con inquebrantable firmeza y jamás se desvió del camino que él creía debía seguir. Este destacado venezolano, con sus ejecutorias, nos ha enseñado que la política no es solamente la lucha por conquistar el poder; su agitada y fructífera historia nos recuerda que la política es un apostolado que debe practicarse con justicia, desprendimiento y nobleza de espíritu.
Este insigne luchador social desempeñó con disciplina y honestidad importantes posiciones partidistas y burocráticas que le ganaron gloria, respeto, admiración, afecto y estima, pero por encima de todas ellas, sus compatriotas le hemos otorgado el mejor blasón para su dilatada trayectoria: fue un hombre de bien. El país lo percibió como el valiente, sacrificado y consecuente líder que siempre supo estar al frente, cumpliendo cabalmente con las responsabilidades de su indiscutible liderazgo. Para un incontable número de venezolanos, su vida ha significado un grito de entrega, de alegría, de optimismo, de sembrador de esperanzas; de esas esperanzas que necesita el pueblo venezolano para salir de las oscuras circunstancias por las que atraviesa y ha atravesado nuestro país y reafirmar que merecemos y tenemos el derecho de ser libremente protagonistas de nuestra propia historia.
A Teodoro todos le debemos mucho. En su mundo generoso nunca germinó el odio y el rencor y, si alguna vez probó las amarguras de la deslealtad o la ingratitud, jamás permitió que estas condicionaran su apostolado.
Fue un mensaje viviente para los constructores de la sociedad que quieren y sueñan con una Venezuela mejor. Constituyen su recuerdo y su encomiable trayectoria vital, la fuerza y la inspiración que nos debe animar y ayudar para superar nuestras dificultades y limitaciones.
Hasta pronto, noble y entrañable viejo amigo; que tu imperecedero legado haga carne entre tus compatriotas y particularmente entre las nuevas generaciones.