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Llegué a Berlín, becado por el Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD), a estudiar historia y filosofía, hace medio siglo, en el invierno de 1963, dos años después de que la dictadura de Walter Ulbricht comenzara, en agosto de 1961, la construcción del Muro de Berlín. Las autoridades comunistas lo llamaron “Muro de Protección Antifascista”. El pueblo llano de uno y otro sector lo llamó, simplemente, “Muro de la Vergüenza”. Se extendía a lo largo de 45 kilómetros que dividían a la población berlinesa en 2 historias irreconciliables y 115 kilómetros que separaban el enclave Berlín Occidental –administrada por los aliados– de la ciudad de Berlín Oriental, administrada por el ejército de ocupación soviético y capital de la llamada Deutsche Demokratische Republik o República Democrática Alemana. Como solían adjetivarse por entonces y sin pretensiones de sarcasmo todas las dictaduras de la órbita soviética.
Se alzó, suerte de Jerusalén de la contemporaneidad, como símbolo urgente de la Guerra Fría y sirvió de excelente escenografía a quienes quisieran ilustrar la sórdida trama de espionaje, crímenes de Estado y persecuciones policiales, consecuencias todas ellas de la Segunda Guerra Mundial sobre una nación cruelmente derrotada, humillada y repartida entre las potencias vencedoras. Cruzarlo estaba terminantemente prohibido para los berlineses de uno u otro sector y en el colmo del esperpento, dejando las tripas de las viejas edificaciones de comienzos de siglo al aire, las paredes de las fachadas derruidas, partiendo en muchas de sus extensiones avenidas, calles y edificios, atravesados por un terreno eriazo sembrado de minas antipersonales, cuajado de alambradas de púas y erizado por altas torres de vigilancia provistas de reflectores de alto poder y ametralladoras punto cincuenta. Era preciso mantener vivo el recuerdo de Dachau, Auschwitz y Treblinka. Intentar cruzarlo le costó la vida, que se sepa, a más de un par de centenas de desesperados alemanes condenados a vegetar por los días de los días en la sordidez de una dictadura totalitaria. Toda explicación en sentido contrario al dado por las autoridades del régimen comunista de Walter Ulbricht y el Partido Comunista alemán para justificar ese monumento al horror –frenar la intervención del capitalismo occidental interesado en obstaculizar la construcción del socialismo– se cae por su propio peso: no se conoce un solo caso de un ciudadano de Berlín Occidental que haya intentado cruzarlo para sumarse a los ejércitos socialistas de la tal imaginaria construcción utópica, dirigida por la Stassi, el aparato de seguridad del comunismo germano. Y quienes como Ernst Bloch, el filósofo del Espíritu de la utopía, decidieron irse a vivir en ella tras el fin de la guerra no tardaron en arrepentirse y escapar a Occidente. Bertolt Brecht, como lo expresara en uno de sus poemas postreros, murió sumido en el desánimo. Como una vasta generación alemana, la suya supo enfrentarse al totalitarismo nazi para caer servil ante el totalitarismo soviético.
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La razón efectiva para alzar ese desiderátum del espanto totalitario era mucho más sencilla: de no construir un dique almenado de contención capaz de dar muerte inmediata a quien pretendiera sobrepasarlo, la población de Alemania Oriental se hubiera vaciado en pocos años. Razón que explica que además del famoso Muro de Berlín, en realidad existiera una suerte de imperial Muro Germánico a lo largo de toda su frontera con la temida Alemania capitalista. Vale decir: democrática. A todo lo largo de los miles de kilómetros que dividían ambas realidades de origen común corrían muros, alambradas y casetas de vigilancia infranqueables. La metáfora de la Cortina de Hierro, inventada por Chruchill, era infinitamente más real de lo que muchos creen: había revivido tras más de 2.500 años la proeza de las dinastías chinas que hicieron construir la Gran Muralla, si bien se tratara en su caso de una colosal y maravillosa edificación de piedra de más de 20.000 kilómetros de extensión, 7 metros de alto y 5 de ancho, custodiada hasta por 1 millón de efectivos, para protegerse de los ataques de los nómadas xiongnu de Mongolia y Manchuria. No para impedir el éxodo de la población china.
La Gran Muralla berlinesa era infinitamente más modesta y no sobrevivió los treinta años, pero era incomparablemente más ignominiosa. Hecha de bloques de cemento por los propios carceleros –¿quién habría de confiar en albañiles prontos a dar el salto y encontrar libertad y trabajo en Occidente?–, se la echó abajo a martillazos por un pueblo indignado que no resistió más abusos. Solía cruzarla cada tanto por Checkpoint Charlie, el más famoso de los pasos fronterizos ubicados en la afamada Friedrich Strasse, en el corazón del barrio obrero de Kreuzberg, tras engorrosos y muy abusivos trámites –me asistía el derecho de pasar de un sector al otro como ciudadano extranjero– a través de un laberinto de alcabalas y casamatas cuajadas del acre olor de la guerra y el apestoso aroma a campo de concentración que flotaba por sobre todas las dictaduras del Pacto de Varsovia. Lo hacía sin otra razón que asistir a los montajes del Berliner Ensemble en el Theater am Schiffbauerdamm, el grupo teatral que dirigía la viuda de Bertolt Brecht, Helene Weigel. La entrada del lado americano, además de un inmenso cartelón que prevenía con el emblemático ¡You are living the american sector!, tenía un pequeño museo del horror con las imágenes de los asesinados por la Vopo –la Volkspolizei del régimen comunista– entre las que destacaban las fotos del joven Peter Fechter, uno de los primeros desangrados en 1962 ante los atónitos ojos de los habitantes cercanos de Berlín Occidental, impotentes para asistirlo y salvarle la vida. Y a algunos pasos hacia el oriente, revisado de cabo a rabo, expurgados mis antecedentes, observado con desprecio por la melena –que por entonces portaba y me llegaba a los hombros– y mi atuendo de típico hippie universitario berlinés, y luego de pasear un espejo montado sobre ruedas por debajo, a lo largo y ancho de mi desarrapado Volkswagen, meterle una larga varilla flexible a mi tanque de gasolina y comprobar fehacientemente que tras los asientos y en la cajuela no llevaba ni personas ni objetos de contrabando, podía terminar de atravesar el laberinto y verme en medio de una tierra de nadie de algunas manzanas hasta llegar a la estación de trenes Friedrich Strasse. Donde recomenzaba la vida, o algo parecido.
(Era un viaje en el tiempo al reino del totalitarismo cotidiano. Tan humano como un campo de concentración, pero en tecnicolor, sonido estereofónico y enormes dimensiones urbanas, que te permite desplazarte de un barrio al otro, comprar el pan, la leche y la carne, si la hay, y hasta vivir la absoluta normalidad de estudios y noviazgos, siempre y cuando no balbucees una sola palabra crítica, no te inmiscuyas en política, bajes la cabeza y hagas lo que te ordena el Gran Hermano. Así lo demuestran los hechos, como que dos primeras figuras de la Alemania y del Chile de hoy, demócratas ejemplares y pilares de la libertad hayan vivido felices bajo el totalitario cielo estaliniano de la hoz y el martillo, hayan estudiado, se hayan enamorado, hayan parido a sus primeros hijos y militaran prósperas como funcionarias de sus respectivas nomenklaturas en sendos partidos marxistas a la sombra del Muro de la Vergüenza, sin elevar una sola maldición en su contra: Angela Merkel y Michelle Bachelet. El máximo líder del movimiento estudiantil alemán, Rudi Dutschke, hijo como la Merkel de un pastor protestante, no resistió, en cambio, la obsecuencia y se escapó a Occidente para encabezar la revolución berlinesa y el mayo parisino. Lo acompañamos en la faena).
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Pasar del Berlín luminoso, exuberante, ultramoderno, agitado, cambiante, contestatario, rebelde, estridente, a la última moda de Mary Quant, Cristian Dior y Jean Luc Godart, de los Beatles, los Doors, Frank Zappa y Mother of Inventions, Janis Joplin y los Rolling Stones, con extraordinarios museos de arte contemporáneo, gigantescas salas de conciertos, exposiciones, bohemia, discotecas, imponentes centros comerciales, librerías deslumbrantes, facultades a todo dar en que se investigaba el marxismo originario y el movimiento comunista de los años veinte, Heidegger y la Teoría crítica, dando insumo ideológico para protestas universitarias sin número hasta el amanecer saldadas con heridos y presos políticos –yo, entre ellos–; pasar, repito, de ese Berlín vital y extrovertido a la sombría, desierta, silenciosa, pobretona, aburrida, languideciente, gris y oscura capital de la nomenklatura germano-soviética demostraba, en rigor, la razón superior que llevara a construir el muro. Solo a unos comunistas decrépitos, adocenados, aburridos y carentes de la más mínima imaginación, pero retorcidos como personajes de John Le Carré, se les podría ocurrir preferir vegetar en la Karl Marx Allee, con sus pesados y monumentales edificios de la ampulosa arquitectura socialista, que vivir à bout de soufle en la Kurfürsten Damm. Sin el muro y con esa apasionada competencia de una ciudad maravillosa como fuera el Berlín de los años sesenta –aquellos en que lo viví con la pasión de un desesperado– la RDA se hubiera convertido en el embudo imaginario por el que el bloque soviético entero se hubiera desaguado hacia Occidente. Si el Gran Hermano se hubiera dormido.
[1] Ponencia del foro La tentación totalitaria y la caída del muro, Cedice, Caracas, 6 de Noviembre, 2014. Participaron Marcel Granier, Mauricio Rojas y Antonio Sánchez García
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