El título es de Juan Pablo II. Lo fija en 1978, sobre una experiencia que rasga su piel: conoce al mal absoluto en su Polonia nativa, el comunismo, régimen que doblega los espíritus y anula el sentido mismo de la existencia social entre seres diferenciados –que ese es su real propósito–. Los hace antagónicos y divide (buenos y malos, amigos y enemigos). Les fractura el tejido común. Los vuelve presas de una angustia superior al miedo, que no les permite más que dar cabida a la hipocresía, a la doblez, a la desconfianza, al término a la traición entre compatriotas.
Propone el Papa, así, el desafío de superar el miedo del hombre al hombre mismo y lo que ha creado. De confrontarlo en diálogo con él, antes de que desarme e inhiba; y acaso separarlo como fenómeno real, lo propone Jean Dolumeau (El miedo en Occidente), del egoísmo y la cobardía “prudente”, a la que apelan los pícaros para encubrir sus propios miedos, que no se resuelven, sino que se hacen exponenciales bajo formas de temeridad o desplantes épicos. No por azar, nuestra historia bolivariana, la posterior a la Independencia y la del presente, se escribe con sangre, negada a la razón y las ideas.
Durante el mundo medieval paraliza pensar en la muerte y el infierno o en la amenaza de la peste. Pero en la medida en que sobreviene la Ilustración, quedan atrás las supersticiones, los aparecidos, hasta que, alcanzada por aquella modernidad, el miedo que sobreviene es a la guillotina, a las revoluciones.
A diez años de la francesa, la primera nuestra antes de que se hagan endemia, la de Gual y España en Caracas provoca miedo en las autoridades. La enfrentan elevando el miedo colectivo con actos de barbarie suma que paralicen al pueblo. No lo logran pero la crónica es dantesca: “Sea sacado de la cárcel arrastrado a la cola de una bestia de albarda, y conducido a la horca, publicándose por voz de pregonero su delito: que muerto naturalmente [el reo José María] en ella por mano del verdugo, le sea cortada la cabeza, y descuartizado: que la cabeza se lleve en una jaula de hierro al Puerto de la Guayra, y se ponga en el extremo alto de una viga de 30 pies que se fijará en el suelo a la entrada de aquel pueblo por la puerta de Caracas: que se ponga en otro igual palo uno de sus cuartos a la entrada del pueblo de Macuto, en donde ocultó otros gravísimos reos de Estado a quienes sacó de la cárcel de la Guayra, y proporcionó la fuga”.
El miedo vuelve por sus fueros, en pleno siglo XXI. Su parto es la caída de las Torres Gemelas, que al multiplicar el terror del terrorismo globalizado –hoy más, bajo el dominio del aparataje digital– sus víctimas optan por comportarse de modo igual a sus victimarios.
La seguridad de las fronteras –Trump dixit– vuelve a ser como la que narra Dolemeau sobre el ingreso de un extranjero a la Augsburgo de 1580: “Al otro lado del puente levadizo se abre una gran puerta, muy espesa, que es de madera y está reforzada con diversas y grandes hojas de hierro. El extranjero accede a ella por una sala donde se encuentra encerrado, solo y sin luz. Pero otra puerta semejante a la anterior le permite pasar a una segunda sala en la que hay luz y en la que descubre un recipiente de bronce que cuelga de una cadena. Deposita, en él, el dinero de su pasaje. El portero… si no está conforme con la tarifa fijada, le dejará templarse allí hasta el día siguiente…”; mientras, debajo de esas puertas, como suerte de colectivos chavistas, 500 hombres armados y con sus caballos medran preparados para cualquier eventualidad.
En Venezuela priva el miedo, ya profundo, instalado socialmente, hecho subconsciente, que explica nuestra parálisis ante los males tanto como el inexplicable comportamiento de las élites políticas que restan; causado aquel bajo el secuestro del Estado por los cárteles del narcotráfico y la violencia indiscriminada que procuran, amamantada de complicidades miedosas.
He allí que se trata de ese miedo que, en estos tiempos, a manera de transacción, concita en sus afectados la “corrección política”, el “progresismo” como argumento práctico que permite el avenimiento con el mismo mal, para sobrevivir. Así, el cinismo como la hipocresía, son los rostros del miedo.
En la Medellín de Pablo Escobar, dicen los autores de una obra que así se titula –Rostros del miedo– la vida urbana se modifica, justamente, para sobrevivir. Los afectados son “sujetos cada vez más aprehensivos, temerosos de los otros y de la ciudad misma, de los encuentros fortuitos y lo inesperado, de lo desconocido y distante y, cada vez más también, de lo conocido y próximo”. No creen en nadie.
Valga, entonces, para nosotros, en esta hora amarga que nos procura el Cartel de los Soles, la enseñanza neogranadina. 2 millones de colombianos emigraron desesperados entre 1996 y 2000, hasta que se entiende la necesidad de “hacer de los miedos y la incertidumbre un asunto de reflexión colectiva”; para enfrentarlos y hacerlos parte de la construcción de una ciudad incluyente y de un orden democrático”.
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