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Tener o no la razón

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Todos llevamos por dentro el peor de nuestros demonios, es decir un Hugo Chávez a la medida. Ninguno de nosotros escapa de semejante espanto. Es un monstruo enardecido que se mueve constantemente en nuestro interior, recorre los caminos del alma y grita con alarmante energía para que lo desencadenemos y lo dejemos salir del oscuro espacio en el que permanece aherrojado. En ciertos casos hay quienes permiten que el demonio viva en libertad agrediendo a las víctimas que va encontrando a su paso de bestia de selva desmembrando seres humanos indefensos, atropellando ciudades y países. Se arma y se protege con un manto de gruesa tela impermeable llamada ideología, a la que agrega el calificativo de marxista con el que anuncia y provoca tenebrosos cataclismos sociales e individuales. Lo sé porque de muchacho fui rebelde, un ñángara sin rumbo que negaba y aplastaba con iracundia lo que no se ajustaba a mis gustos y despropósitos, llamaba compañera a la camarada de pies y sostenes sucios y sandalias baratas con la que creía estar enamorado y odiaba a otro engendro igualmente monstruoso llamado imperialismo cuya mayor fortaleza y debilidad conocía como capitalismo sin saber que el mayor anhelo comunista es manosear el dinero con codicia, «lavarlo» y multiplicarlo bajo su capa de tela impermeable. Apuesto que el usurpador bolivariano sueña despierto con ser invitado al Salón Oval de la Casa Blanca.

Me costó tiempo, duras y dolorosas solidaridades y situaciones personales entender y aceptar que transitaba por caminos equivocados, que la mayor satisfacción del marxismo era alcanzar únicamente sus  propósitos económicos y socavar la democracia, pero sin conceder importancia a los asuntos del corazón y de los sentimientos. Por eso fracasa en todas partes con inevitable estrépito y riega por el mundo las asperezas antidemocráticas de sus empeños dictatoriales o autoritarios porque tira al barranco las palpitaciones del alma.

Hoy constato que estuve equivocado cuando adversé muchas decisiones socialdemócratas o socialcristianas que apuntaban a resolver beneficiosamente al desventurado país venezolano. Se trataba de gobiernos civiles que no ocultaban su afecto y dedicación al país que les tocó gobernar. Incluso, el discutible mandato de un fascista como Pérez Jiménez que no reveló simpatías políticas por ningún partido opositor sino que por el contrario, mandó a asesinar a Leonardo Ruiz Pineda, evidenció a su manera amor al país, lo que no sentimos en el actual régimen militar bolivariano.

Los caminos están perfectamente trazados y no hay manera de negarlos o escamotearlos: o somos democracia o somos dictadura; mente abierta o monstruo en libertad, aliviado de cadenas y sin mordaza de tela impermeable. Comparto con Gustavo Coronel su lúcida aunque amarga tesis de que aún no somos ciudadanos sino simples habitantes y nos falta por recorrer largas distancias para alcanzar la verdadera modernidad de un turismo cultural que nos permita ser reconocidos por el resto del mundo.

¡Un primer paso sería este que hoy estoy dando: integrarme a Ulises, el grupo humano promovido por Gustavo Coronel  y afirmar, sin que me quede nada por dentro, que en su tiempo, particularmente en los años sesenta del pasado siglo, quien siempre tuvo razón fue Rómulo Betancourt y no yo, iluso ñángara sin rumbo!

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