Dicen las cifras de la Organización Mundial de la Salud que cada 40 segundos, alguien se quita la vida en el mundo. Eso representa más de 800.000 suicidas al año. A esta cifra terrible habría que agregar otra, cuya cuantía no se conoce realmente: la de los intentos de suicidios que no alcanzan su objetivo. Las estimaciones de algunos psiquiatras europeos, con experiencia en el tema, señalan que, por cada suicidio cumplido, se han producido al menos, otros 2 intentos.
Como se sabe, Groenlandia encabeza los rankings de los países con más alta tasa de suicidas: más 80 por cada 100.000 habitantes. Le sigue Rusia (34,3), Lituania (31), Kazajistán (29,2), Eslovenia (28,1), Corea del Sur (28,1), Guyana (26,4), Hungría (25,9), Letonia (24,3) y Ucrania (23,8). En Bélgica, pequeño país cuya población es de alrededor de 11,5 millones de personas, en 2016 se levantaron las alarmas porque aproximadamente unas 6 personas se quitaban la vida cada día. Salvo el ya mencionado caso de Guyana, país donde el suicidio por ingesta de plaguicidas tiene las características de fenómeno casi imposible de controlar, en el resto del continente, Uruguay presenta la tasa más alta (14).
Los análisis que se han hecho de las cifras mundiales, revelan dos cuestiones que reclaman la mayor atención: la primera es que 75% de los suicidios tienen lugar en países cuyas economías son insuficientes. Parece existir una relación entre precariedad económica y suicidio. La segunda es que es la segunda causa de muerte entre personas de 15 a 29 años de edad. Esta tendencia es, ahora mismo, fuente de interrogante y angustias para muchos expertos. La OMS ha llamado la atención sobre una omisión en las políticas públicas de muchos países: no tienen programas preventivos de salud mental y, a menudo, los sistemas públicos de salud, no cuentan ni siquiera con personas capacitadas para atender a las personas que lo intentaron y no lo lograron. Lo que ocurre después es lo previsible: cuando no se produce la respuesta o la atención inmediata de la familia y de los especialistas, el intento se repite, por lo general, con resultados fatales.
¿Qué está pasando que tantos jóvenes toman la decisión de quitarse la vida? Testimonios de personas que sobrevivieron, así como las opiniones de expertos advierten la presencia de un cúmulo de factores: personas que se sienten juzgadas o rechazadas por su entorno social –el llamado bullying escolar o laboral puede resultar un detonante muy poderoso–; situaciones de rompimiento que se asumen como irremediables con la pareja, la familia o los amigos; la acumulación de deudas entre ludópatas o dependientes de drogas costosas; personalidades con tendencias depresivas que se vuelven consuetudinarios consumidores de alcohol; gente atrapada en cuadros vitales de soledad, que no logran establecer las conexiones afectivas y cotidianas con el que debería ser su entorno afectivo, lo que les conduce, de forma paulatina, a concluir que el suicidio es la salida a todo aquello que parece no tener solución.
Uno de los debates primordiales de la cuestión, ahora mismo, es cuáles son las posibilidades ciertas de disminuir la cantidad de suicidas. Se trata de una meta extremadamente compleja, toda vez que alrededor de 90% de los suicidas, son personas que padecían enfermedades mentales, entre ellas, y de forma muy destacada, la depresión. En las biografías de numerosos suicidas, es común encontrar escenas en las que, desde la adolescencia, los suicidas hablaban de su deseo de morir, de forma abierta o indirecta.
En los relatos de las familias de personas que se han quitado la vida, un aspecto llama la atención: lo inesperado e incomprensible que les resultó el hecho. También les pasa a los médicos. Ocurre con una muy alta frecuencia: no se perciben los síntomas. O se cree que son situaciones pasajeras, que se corregirán en corto plazo. O se parte de la premisa de que no hay problemas tan irresolubles que merezcan quitarse la vida. O se piensa que quien anuncia que se quitará la vida, no se atreverá finalmente a hacerlo.
El que todavía mantenga un carácter de tema tabú tiene una consecuencia: apenas hay información que pueda resultarle útil a padres, docentes y profesionales de organizaciones comunitarias. No solo faltan políticas preventivas. La inmensa mayoría ni siquiera ha sido preparada para detectar lo que podrá estar incubándose en el seno de su propia familia. Si no se despoja al suicidio del velo de silencio y vergüenza que lo rodea, si no se habla de forma abierta del mismo, la epidemia continuará creciendo durante los próximos años.