Quizás muchos hayan olvidado los hechos que dieron origen a la Guerra de Siria. Desde aquellos días de marzo de 2011, todos los horrores posibles se han posado sobre esa región. Lo que comenzó como un amplio movimiento de protestas de la mayoría suní, contra el régimen de Bachar al Asad, miembro de los alauí, ha derivado en los peores horrores vistos desde Segunda Guerra Mundial. Tras la brutal represión que las fuerzas del gobierno ejercieron contra quienes protestaban, algunos sectores de la oposición decidieron responder haciendo uso de las armas. Así, lo que era un capítulo de la llamada Primavera Árabe, se convirtió en el más grande infierno, hasta ahora, del siglo XXI.
Seis años después, la Guerra de Siria alcanza una complejidad con tantas ramificaciones, piezas e intereses sobre el tablero que la sola comprensión de lo que allí ha ocurrido se ha convertido en una especialidad del análisis internacional. Además de la acción del gobierno sirio, de ISIS y de Al Qaeda –que han protagonizado atrocidades comparables al Holocausto durante la II Guerra Mundial, o el caso de genocidio en Bosnia más recientemente– se suma la brutalidad de los métodos de exterminio usados por las fuerzas militares del régimen de Bachar al Asad, y operan milicias que responden al mandato de tribus regionales, milicias kurdas, milicias chiitas, tropas turcas, milicias de Hezbolá, las Unidades de Protección del Pueblo (YPG) –que son parte de la coalición de las Fuerzas Democráticas Sirias–; a lo que se agrega la participación directa e indirecta de Irán y Arabia Saudita en el conflicto, además de la conocida presencia de Rusia y Estados Unidos.
Muchas de las perversiones registradas en Siria no son nuevas, sino reediciones de antiguas y salvajes prácticas en los modos de matar. La primera de las lecciones es harto conocida: cuando las armas se oponen a las armas no hay modo de saber cómo evolucionará el conflicto, ni quiénes lo liderarán, ni cuándo finalizará, ni cuál será el costo del mismo.
Cuando comenzaron las protestas masivas, en las que cientos de miles de sirios salieron a las calles, nadie estimó que los grupos del extremismo salafista lograrían apropiarse de la revuelta para dar paso a una yihad que ha servido de marco para degollamientos, amputaciones, muerte por fuego, desmembramientos, linchamientos y otro amplio inventario de formas de matar con métodos concebidos para el mayor sufrimiento en una larga agonía de los condenados.
Nadie imaginó tampoco que el conflicto escalaría al rango de tierra arrasada, que ha significado la reducción a escombros de no menos de 54% de la infraestructura de Siria; y que escuelas, hospitales, geriátricos y centros culturales serían borrados del mapa. Las desgarradoras imágenes de lo que acontece en la ciudad histórica de Alepo son una diana destinada a los oídos de todo aquel que piense que no hay alternativa al conflicto, y que no hay rutas negociadas para resolver diferencias políticas entre gentes de una misma nación o destino histórico.
Pero hay cuestiones todavía más estremecedoras: es probable que ninguno de los cientos de miles que, en abril o mayo de 2011, repitieron la palabra guerra en reuniones o en el fragor de las concentraciones públicas, hubieran imaginado que seis años después, léase bien, por favor: ¡más de 5 millones de personas se han convertido en refugiados!, que, en situaciones de extrema desesperación y precariedad, han debido huir a países vecinos como Líbano, Jordania y Turquía; de los cuales casi 1 millón están pidiendo asilo en países de Europa, principalmente Alemania, situación que ha creado una crisis de carácter político, una de cuyas consecuencias ha sido el crecimiento del populismo en varios países.
Dentro del propio territorio, más de 7 millones de sirios se han visto obligados a desplazarse a otros poblados, a zonas inhóspitas, a vivir en cavernas o a la pura intemperie, con secuela de hambre, enfermedades y sufrimientos inenarrables. Una vez más, como en todas las guerras, las peores conductas de lo humano han salido a la superficie, así como no pocas demostraciones de coraje, de sacrificio y de reivindicación de la solidaridad.
Hasta ahora, no se conoce con exactitud la cifra de muertos. Entre quienes han seguido el conflicto día a día desde el propio país, la estimación nos deja mudos: más de 500.000 personas han sido asesinadas, lo que incluye familias, niños, mujeres y ancianos. Este horror no termina aquí: no han sido identificados todos los cadáveres. Tampoco se sabe cuántos están enterrados en fosas comunes, ahora que se ha hecho pública la denuncia del Departamento de Estado, fundamentada en fotos satelitales, que revelan que en Saidnaya, al noreste de Damasco, hay una instalación dedicada a matar y a cremar los cadáveres de opositores.
Hasta ahora no hay atisbo de un acuerdo de paz. Las anunciadas zonas de seguridad todavía no son más que meras intenciones. Los ataques perpetrados contra caravanas de refugiados atizan todavía más los odios. La palabra guerra se sigue enarbolando como si no bastara con tanto sufrimiento.
La violencia solo engendra violencia, nunca será suficiente lo que insistamos en ello. Y cuando se entra en una espiral de violencia, las consecuencias son impensables e inimaginables, hasta concluir en negociaciones que bien pudieron tenerse en aquellos orígenes hoy olvidados, mucho tiempo antes de tanta devastación.
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