En un ambiente caracterizado por la concentración de la sensibilidad pública en la inmensa problemática de la pobreza, tiende a pasar desapercibido un proceso concomitante: el declive de la clase media. Esta decadencia es un fenómeno inusualmente complejo, porque no se circunscribe al deterioro de los ingresos, sino que implica otras variables que comentaré en este artículo.
En 2016, por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional advertía que, en Estados Unidos, las familias de clase media se habían reducido de 58% a 47%, en poco más de cuatro décadas, entre 1970 y 2014. En sentido contrario, la Organización Internacional del Trabajo señalaba, en 2013, que el crecimiento del empleo en América Latina, que sobrepasaba el 57%, había hecho aumentar la clase media. El informe Pulso social 2016: Realidades y perspectivas, del Banco Interamericano de Desarrollo, afirma que más de 180 millones de personas en América Latina pertenecen a la clase media, lo que implica un incremento considerable en una década. The Economist ha publicado un reportaje según el cual la clase media en China aumentará, hacia 2030, hasta alcanzar 500 millones de personas. Un optimismo semejante refleja un informe de la OCDE, de 2013, que calcula que hacia 2025, alrededor de 5.000 millones de personas podrán ser consideradas clase media. En Europa, hay informes que reportan una disminución de la clase media, encabezados por la República Checa, que habría perdido la mitad de esa franja social en poco más de 20 años: de 40% a 20%.
La respuesta a la pregunta del porqué coexisten estadísticas positivas y negativas sobre el mismo asunto está en las metodologías empleadas para definir qué es la clase media. Estas van desde una mera categorización de los ingresos –por ejemplo, hay economistas según los cuales clase media es toda persona que vive con ingresos de entre cinco y nueve dólares al día–, hasta los que valoran otra serie de aspectos socioeconómicos y socioculturales.
Las complejidades metodológicas sobre la cuestión son innumerables. Una de ellas, muy importante, apunta a las diferencias dentro de la propia clase media, entre quienes tienen los más altos ingresos y quienes tienen los más bajos, una brecha que a menudo es demasiado grande: los primeros pueden tener ingresos hasta ocho veces más altos que los segundos. Otra cuestión, también fundamental, alude a la categorización de las personas que salen de la pobreza, es decir, que sobrepasan el indicador de ingresos de dos dólares/día, y acceden a bienes y servicios que antes no tenían. Pero, ¿significa que estos sectores que se incorporan a la masa mundial de consumidores pertenecen a la clase media? En otras palabras, ¿es clase media quien está inscrito en un determinado rango de ingresos y, por lo tanto, de compras? ¿O clase media es más que una simple tipología de ingresos y capacidad de consumo?
Históricamente, las clases medias han crecido en las ciudades y han sido una fuente inmensa, incalculable, de cambios culturales, científicos, sociales, políticos y económicos. De la clase media urbana han surgido el conocimiento y las innovaciones. Sus modos de vivir, aprender y trabajar han sido, desde Roma hasta nuestro tiempo, las correas por las cuales las culturas han transmitido sus aprendizajes y acumulado más y más conocimientos. Para bien y para mal, la clase media ha sido siempre el motor del cambio político: fue el factor fundamental de la instauración de las democracias en Europa, pero también la masa que impulsó el ascenso del nazismo al poder.
El ocaso mencionado en el titular de este artículo, por tanto, está más relacionado con la cultura y la política que con los ingresos y el consumo. Lo que está en el centro del debate, especialmente para la sobrevivencia de las democracias en el mundo, es si las clases medias están en capacidad de seguir siendo un factor activo en favor de las libertades, el respeto a los derechos humanos, la protección ambiental del planeta, el reconocimiento de las mujeres, la lucha masiva contra la pobreza… O si la tendencia, hoy en curso, de indiferencia hacia los asuntos públicos, de primacía de los egoísmos, de desconexión de los grandes problemas del mundo, se expandirá y profundizará, dejando el terreno libre para la acción del populismo, la delincuencia organizada, el capitalismo destructivo, así como para las políticas de la violencia y la dominación.
La relativa despolitización de la clase media, sus vínculos temporales con ofertas políticas mesiánicas o extremistas, su limitado interés hacia las catástrofes humanas en progreso, el modo irreflexivo con que asoma a las redes sociales, su escaso aprecio, incluso entre profesionales, hacia el conocimiento y la necesidad de comprender el carácter de los hechos públicos y las decisiones gubernamentales: todas son corrientes que están socavando la fuerza política y social de la clase media.
Esta pérdida de influencia de tan amplia veta social es uno de los grandes peligros que la civilización afronta en estas primeras dos décadas del siglo XXI. El primer paso para revertir este camino, es evidente: hay que admitir que la noción de clase media no es solo un asunto de ingresos, sino también, y sobre todo, una cuestión de comprensión, compromiso y participación en los asuntos públicos de las naciones.