COLUMNISTA

Tendencias: La contaminación lumínica

por Leopoldo Martínez Nucete Leopoldo Martínez Nucete

Para numerosas culturas, en el curso de milenios, la luz ha sido metáfora del espíritu más alto. En pinturas y poemas, una luminosidad más intensa representa el virtuosismo moral y la inteligencia más lúcida. A lo largo de la historia, el avance de la civilización ha estado relacionado con la capacidad humana de disponer de luz para escudriñar el mundo, aprender y trabajar. Mucho antes del descubrimiento de la electricidad y la invención de la bombilla (por cierto, símbolo por excelencia de la aparición de una idea), la capacidad de las familias para iluminar sus hogares constituía un dato sobre su situación económica. En ciertas regiones de Francia, según consta en documentos de los siglos XII y XIII, era recurrente el uso de la frase “no tiene ni una vela” para aludir a los extremadamente pobres.

En 1879, Thomas Alva Edison perfeccionó la bombilla, lo que permitió su industrialización y masificación. En menos de 140 años, las bombillas, en los más disímiles formatos, tecnologías, formas, capacidades y colores, han inundado el planeta. El costo de iluminar viviendas y toda clase de edificios se ha reducido de forma paulatina. En el imaginario de una parte considerable de la civilización, el brillo de lo que está muy iluminado se asocia con bienestar, progreso y modernidad. Uno de los más recientes capítulos de esta carrera, la comercialización de las bombillas producidas bajo la tecnología LED, ha permitido abaratar y expandir todavía más la luminosidad del planeta.

De hecho, en un divulgado estudio producido por el Centro de Estudios Geológicos de Potsdam (Alemania) y el Instituto de Astrofísica de Andalucía, España, que avaluaba el comportamiento de la contaminación lumínica entre 2012 y 2016, se mostró que no hay una relación establecida entre eficiencia energética y consumo. En otras palabras, que tecnologías de iluminación más potentes no generan una disminución del uso de iluminación. La tasa establecida en el estudio, según la cual la contaminación lumínica crece a un ritmo de 2,2% anual, quizás ya haya quedado atrás, y en solo dos años se ha incrementado. El estudio llega a una conclusión llamativa: en los países desarrollados, la contaminación lumínica ha crecido de forma próxima al crecimiento de su producto interno bruto -PIB-. En los países en desarrollo de América Latina, África y Asia, el aumento sobrepasa al comportamiento de sus economías.

La consecuencia de este abultamiento de la luminosidad es lo que algunos han llamado “el fin de la noche”. Las fotografías nocturnas que envían los satélites no necesitan comentario: la Tierra aparece como una bola de vibrante luz amarillenta, salvo en las amplias zonas que ocupan los océanos.

La contaminación lumínica es consecuencia de introducir iluminación artificial en nuestras vidas. Una de las más notorias, que cada quien puede constatar: cada vez es más difícil observar el cielo. De acuerdo con lo señalado por los expertos, más de un tercio de la población del mundo no puede ver, a simple vista, la Vía Láctea. A lo largo del siglo XIX, levantar la mirada al cielo en las noches despejadas proveía el espectáculo, ya perdido para nosotros, de una poblada bóveda celeste, donde los buenos observadores rápidamente identificaban estrellas y constelaciones.

La contaminación lumínica no es un dolor de cabeza exclusivo de astrónomos y científicos. Sus impactos son diversos y, sin excepción, de mucha importancia. Uno de ellos consiste en la propagación de mal sueño e insomnio. Dormir mal es uno de los signos de nuestro tiempo, lo que deriva en enormes impactos para la salud. La contaminación lumínica quiebra el régimen de alternancia de luz y oscuridad, uno de los fundamentos que hacen posible la vida humana. Cuando se deteriora la calidad del sueño, se potencian las condiciones para la aparición de enfermedades como diabetes, cáncer, cansancio crónico, obesidad y otras.

El exceso de luz artificial tiene silenciosos y decisivos impactos en el medio ambiente. Afecta a ciertas especies, expulsadas de sus ambientes naturales y forzadas a huir hacia zonas de luminosidad baja. Se sabe de especies que, bajo el asedio de la luz, han perdido las condiciones para reproducirse. Los animales nocturnos han visto afectada, incluso a niveles extremos, su capacidad para cazar y alimentarse. Las aves migratorias, confundidas por el exceso de luminosidad, no logran iniciar sus vuelos de mudanza de manera regular y acompasada. Plantas y árboles florecen a destiempo. Los humanos lidiamos con luces perennemente encendidas, así como con el destello de las pantallas de televisores, computadoras, teléfonos móviles y tabletas, e incluso con los relojes digitales de muchos otros aparatos.

Sin duda, la bombilla y la luz eléctrica trajeron inmenso progreso a la humanidad, pero, como en todo, el exceso ha devenido un problema. De forma paradójica, hemos llegado al punto de que dormir en una habitación totalmente oscura es un raro privilegio. Estamos pagando caro la diseminación incontrolada de luz. Cierto es que, con frecuencia, no está en nuestras manos reducir la cantidad de luz en las noches, pero cuando sea posible, es importante que no olvidemos apagar luces. Un poco de oscuridad avivará nuestra inteligencia y elevará nuestro espíritu. En suma, nos ayudará a ganar años de vida.

@lecumberry