COLUMNISTA

Temas para el consenso económico

por Vicente Carrillo-Batalla Vicente Carrillo-Batalla

En Estados Unidos, a los miembros del Partido Demócrata se les considera generalmente como proclives a establecer impuestos, con el fin de obtener recursos para sostener el gasto fiscal y de tal manera favorecer a los ciudadanos a través de programas sociales. En ocasiones, han adelantado propuestas de gasto basado en el déficit fiscal, algo que de manera puntual propuso John Maynard Keynes en los años treinta del pasado siglo, para situaciones en que el pleno empleo no fuere alcanzable con la demanda de bienes y servicios proveniente de la economía privada; solo en esos casos –sostenía Keynes– el gobierno debe gastar más de lo que le ingresa, con el señalado propósito de estimular la demanda. Y luego, durante los períodos de crecimiento económico, el gobierno debe gastar menos de lo que ingresa al Tesoro Nacional, utilizando el superávit para pagar deuda incurrida en períodos deficitarios. En la acera contraria, los miembros del Partido Republicano suelen posicionarse como partidarios de la austeridad fiscal; también suelen proponer recortes de impuestos, incluso su eliminación en algunos casos. Usualmente sostienen que no puede haber aumento del gasto, si no hubiere incremento del ingreso fiscal. Todo lo anterior define la postura divergente que igualmente encontramos en la España de nuestros días, auspiciada por los partidos de izquierdas y de derechas.

A nivel latinoamericano, además de las mismas tendencias previamente anotadas, se plantea el gran dilema del libre mercado y la competencia, versus el Estado y sus programas asistenciales en beneficio de los menos favorecidos. Entramos en la fantasía del Estado paternalista que provee todo aquello que el ciudadano común no es capaz de obtener con su propio esfuerzo –partiendo de la premisa que las oportunidades existen, a menos que se hubiere producido la asfixia de la iniciativa privada, cosa para nada extraña en nuestra agobiada región–. El gasto deficitario es lugar común en los gobiernos de corte netamente populista; priva la indisciplina fiscal y la denegación –o ignorancia premeditada– de fluctuaciones en la actividad económica, no solo a nivel local, sino además en los mercados globales. Se trata en este caso de los ciclos económicos, aquellos que el socialismo del siglo XXI desestimó de manera irresponsable, períodos que no suelen ser idénticos en su duración e intensidad, como demuestra la historia. En ciertos casos coexisten niveles de inflación y de recesión de la actividad económica, algo que se ha exacerbado en la experiencia venezolana de los últimos tiempos. Ni hablar de posibles explicaciones del porqué de las fluctuaciones cíclicas en la actividad económica del país, menos aún de las probables predicciones que darían paso a los ajustes en las políticas fiscal y monetaria; de ello ninguno de los titulares del gabinete económico de los últimos lustros, se ha ocupado con seriedad e interés. Allí están los resultados de una mala gestión, a la cual se añaden el dispendio y la corrupción más sombría que se conozca desde que somos república.

Uno de los componentes de la moderna teoría monetaria es la creencia que los niveles de déficit fiscal de los gobiernos no son importantes o, dicho de otra manera, son insignificantes. Sostienen algunos teóricos en la materia, que los ingresos fiscales no son los que financian el gasto del gobierno. Lo que ocurre, suelen decir –la tesis de Stephanie Kelton, para más señas, asesora económica en 2016 del senador Bernie Sanders–, es que en un país que controla su propia moneda, el gobierno comienza por decidir cuánto quiere gastar. En el caso norteamericano, el Congreso aprueba el presupuesto fiscal, mientras las agencias gubernamentales se hacen cargo de la ejecución presupuestaria, inyectando circulante que, en su momento, será parcialmente recuperado para el erario público a través de los impuestos. Conforme este análisis, solo si el gobierno recupera menor cantidad de lo que entrega a los consumidores, asalariados y agentes económicos, habrá déficit fiscal. Lo que subyace en este planteamiento es que cada dólar gastado por el gobierno se traduce en ingreso para alguien; en consecuencia, el déficit del sector público produce simultáneamente un superávit fuera del gobierno. Conforme esta tesis, el déficit fiscal es benigno y apenas indica que el gobierno ha colocado más dinero en el sistema, de aquello que obtiene en la aplicación de su política fiscal. Y, naturalmente, Kelton advierte que el déficit podría no solo alcanzar magnitudes importantes –más allá de lo razonable, diríamos nosotros–, sino además puede no traducirse en incremento apreciable de la capacidad productiva del país. En definitiva, se trata de una visión relajada del tema, algo que cae muy bien en el terreno de los políticos de izquierdas, especialmente de quienes acusan marcadas tendencias populistas.

Una discusión como la que antecede termina siendo todavía poco útil en la Venezuela de hoy; reconocerlo es pesaroso, incluso desolador, porque es el pueblo el que sufre las consecuencias de los yerros y tozudeces de sus dirigentes. Contrastar las visiones sensatas de quienes auspician un mínimo de realismo y de disciplina, con la costumbre reiterada de un régimen no solo irresponsable en su gestión económica y fiscal, sino además profundamente ignorante de la materia en cuestión –y eso viene igual desde los tiempos del tal galáctico–, no contribuirá a resolver la crisis que nos asfixia. Este tiene que ser por fuerza uno de los temas medulares de posibles consensos políticos; uno de los terrenos más escabrosos de la eventual agenda que nos es dado abordar como nación, una vez el país termine de asentarse –o de arruinarse, dirán algunos con sobradas razones–y se convenzan los distintos actores de la necesidad de poner estos asuntos en manos de los que saben, con prescindencia de dogmatismos ineficaces. Aquí no se trata de ganar votos ni de insistir en el debate ideológico de tiempos superados, sino de encauzar al país y su gente conforme sus reales posibilidades.