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Tarjeta roja

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La tragedia venezolana crece y se hace dolorosamente insoportable. Tenemos casi veinte años sufriendo los estragos que las decisiones de una mal llamada revolución han causado, y todos los días la situación empeora. Por donde usted la mire, descubrirá, sin ningún esfuerzo, que la nave está zozobrando sin remolque a la vista que venga en su auxilio. Lo dicen las calles, los hospitales, las tiendas cerradas, la falta de medicinas, la escasez, una población deficitariamente alimentada, los millares de personas renunciando a sus trabajos porque el sueldo no les alcanza, la galopante deserción escolar, la hiperinflación y, en grado sumo, la dolorosa diáspora que desangra al país todos los días.

Basta ver en el rostro de cada transeúnte la incertidumbre instalada y esa mirada de desesperanza que la acompaña que pone al descubierto, con dolorosa claridad, que como país y como sociedad estamos siendo devorados por un cáncer con metástasis terminal; que las fuerzas que quedan, además de ser muy pocas, están siendo consumidas por una inercia fatal e incomprensible; que de la nada solo nos separan unos pocos y miserables pasos, si es que no reaccionamos ante tan trágico cuadro, pasando por encima de toda circunstancia o distracción que se cruce en el camino.

Los cambios que está haciendo el régimen en su estructura de poder arrojan señales, unas más ocultas que otras, que no pueden sorprender a la dirigencia opositora, como suele suceder. Son vitales para descifrar lo inmediato. No se puede pasar por alto o darle una lectura rutinaria al cambio hecho, por ejemplo, en la presidencia de la espuria asamblea nacional constituyente. No tiene el mismo peso ni la misma orientación la presida por Diosdado Cabello que la que presidió la señora Rodríguez. Semejante cambio, unido al nombramiento de El Aissami como nuevo ministro de Producción, además de dar pie a la suspicacia nacional que, desde ya, lo plantea como un careo entre Maduro y Cabello, para ver quién tiene más poder, nos indica que el régimen, para radicalizar aún más su proyecto, va con todo, y cuando digo todo es todo, aprovechando la extrema debilidad de una oposición fragmentada y desorientada que ha perdido la brújula y no tendría cómo responder a los eventuales métodos extremos a los que Cabello podría recurrir desde su nueva posición. No digo la oposición, también Maduro y su entorno deberían estar muy atentos a lo que pueda hacer; o es que acaso se han olvidado del largo historial que lo acompaña, en el que no está ausente su ambición presidencial. Los otros cambios son el resultado de esos acomodos y solo repercutirán en el error continuado en que se encuentra la incorregible ineptitud del régimen para resolver los problemas reales del país. Ni en la economía, ni en lo político, ni en lo social se divisan decisiones que impliquen cambios que nos permitan pensar en la tan ansiada luz al final del túnel.

He hablado de circunstancias políticas, pero también de distracciones, y debo decir que no sé si con el furor que despierta el mundial de fútbol la tragedia venezolana en la mente de sus maltratados habitantes se hará invisible o se tomará unas vacaciones. Si podrá más el espejismo mundialista que nuestra agobiante realidad; si el grito de los goles podrá calmar el hambre y opacar las voces de protesta por tan indeseable situación; si un gol de Cristiano o de Lionel o de Neymar o del jugador de su preferencia, servirá para olvidar que dializar a los pacientes enfermos del riñón es tarea casi imposible; si una valiente actuación, como la de la selección peruana, nos hará olvidar la inmensa dificultad para encontrar los medicamentos indicados para nuestras dolencias; si el fracaso exhibido hasta ahora por la selección argentina podrá compararse con el fracaso de la llamada revolución para encontrar soluciones a la crisis; si el lenguaje ampuloso y en ocasiones atosigante, fanático y metafísico, utilizado por los comentaristas del evento, nos librarán o nos hundirán un poco más en el abatimiento colectivo de nuestra debilitada fuerza opositora; si el arbitraje que acompaña tan mediático evento, podrá sacarle la tarjeta roja a todos y cada uno de los verdugos de nuestro Estado de Derecho, y si al llegar a la final del certamen, con unos resultados que nos dirán quién es el ganador del milagro mediático que nos puso a ver los juegos durante un mes, podremos despertar del sueño y ver restaurada en su forma y en su fondo, nuestra pervertida y prostituida Constitución.

Si vemos los pasos que va dando el régimen en eso que algunos analistas llaman la “huida hacia adelante”, y observamos los cambios dentro de su estructura de poder, notaremos que su problema no es el sufrimiento del pueblo, sino fortalecer su permanencia en el poder a cualquier precio; que el derrumbe de Pdvsa y la caída en la producción petrolera, no es su problema; tampoco que nos quedemos sin oro; y que poco le importa entregar a cambio de un puñado de dólares, que luego serán mal administrados, franjas y fuentes de riqueza que todos pensábamos eran el patrimonio de todos los venezolanos, dejando así en el camino pedazos de nuestra soberanía. Para ejemplo vaya el Esequibo, la muerte de los pozos petroleros, la patética historia de nuestra moneda y el aislamiento progresivo al que han condenado a nuestra nación.

Pero lo peor de todo esto es que el régimen se niega a reconocerlo, busca culpables donde no los hay, arremete con ferocidad contra todo el que se atreva a señalarlo como el único culpable del desastre, e insiste en un discurso lleno de mentiras, de promesas repetidas, tratando de defender lo indefendible, en el que siempre aparecen la mano negra del enemigo externo, los lacayos y vendepatria nacionales, la OEA y la ONU como apéndices de la mano negra que, por supuesto, sigue siendo el imperio. Discurso más que gastado, típico de todas las dictaduras y mucho más si son representantes vivos de esa mezcla letal que se produce al reunirse, en una sola estructura de poder, comunismo, militarismo y populismo, actuando como mafias, como es nuestro caso.

En paralelo vemos a una oposición dividida que en ninguna de sus expresiones logra desarrollar un concierto afinado y coherente, que desentona en todos sus registros gracias a una división irracional que la ha llevado al borde de la quiebra en el afecto ciudadano. No se entiende que a estas alturas de un juego que resulta macabro en su planteamiento y en sus resultados, en este país no pase nada, las calles permanezcan vacías de protestas, y que la única voz que se escucha sea precisamente la del opresor, porque las voces de la oposición, envuelta en un dramático marasmo, tienen extraviada su fuerza.

A decir verdad, y hablando con el lenguaje que está de moda en estos días, tanto al régimen como a la oposición, a ambos en todas sus versiones, el pueblo les ha sacado, por ahora, la tarjeta amarilla, pero metiendo las manos en el bolsillo para sacarles la tarjeta roja.

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