Imagino las vacilaciones de Vicente Emparan aquel 19 de abril.
Habría dicho: “¿Pero es que estos gilipollas pretenden desobedecerme, siendo que soy el representante de Su Majestad, aunque su Alteza Serenísima ande huyendo de Pepe Botella? ¿Debo ir a la Catedral y estos orilleros van a seguir con la vaina de exigirme atravesar la Plaza Mayor para oírles sus quejas? Hoy –he de deciros– los noto más envalentonados que otros días, será que están pensando en… No; imposible. Siquiera imaginarlo me parece pecado”.
Pero el bueno de Vicente, mientras cavilaba, era llevado no digamos que a empujones, pero sí “ayudaíto” con una que otra remolcada por la casaca. “Pero, eh, bueno, basta, que voy, que voy…”, habría dicho a Francisco Salias y otros que le vieron el rostro espantado, los dientes crujientes y la búsqueda con la mirada al capitán de milicias que estaba como silbandito, en la esquina de la Casa Amarilla, haciéndose el desentendido. Subió las escaleras, se asomó a la multitud que le parecía más furiosa que nunca, y le preguntó al cura que andaba por allí: “Su Eminencia, ¿acaso sabéis en qué idiotez andan estos mantuanos y blancos de orilla?”. Madariaga le contestó que solo pensaba que era la euforia mística que provoca el Jueves Santo. Confiado, el Vicentín ofrece que renuncia si eso es lo que quieren, y el curita trabucaire –como camorrista de pueblo– alienta a la multitud para que le acepten la parada. El capitán general se da cuenta de que lo mejor es escurrirse del trance y se lanza de chupulún en la historia: “Yo tampoco quiero mando”.
Nicolás no conoce la historia pero es un actor fundamental de ella en este tiempo, pero ¿por qué prefiere hundirse en la más abyecta represión para mantenerse en el poder? Se podría decir que es por ideología, pero sabemos que esta naufragó en los endulces de Miraflores, y que lo que queda después de quitarle los terciopelos y resplandores al cetro del poder es el mazo de acero para partirle la cabeza a quien no entienda que tú, Nicolás, quieres permanecer allí al precio que sea.
Es que se te nota en tus modos y maneras de referirte al prójimo. Lo del amor y la paz en tu boca suenan como palabra sin eco, vacío; al minuto siguiente sacas a unos pobres muchachos con unas “confesiones” en las que lo único que confiesan es el terror que sienten por ti y tus G2; luego te burlas del sufrimiento ajeno. Todo por permanecer comiendo de la inmerecida batea de chicharrón que te regaló Chávez.
Si el “pooeblo” como lo llamas, no quiere tu mando, tú tampoco lo has de querer.
Dale que no vienen carros.
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