Subir es ascender, trepar, montar, escalar, gatear, levantar, elevar, crecer, encumbrar, enaltecer. Al trepar por la vertical, hacemos un esfuerzo físico, material, pero, al mismo tiempo, cumplimos con una aspiración del espíritu que consiste en enaltecernos. En sentido opuesto, bajar es descender, disminuir, rebajar, decrecer. Al descender muy bajo se dice que tocamos fondo, que rodamos por el abismo y chapoteamos en el pantano. En la grisácea normalidad de nuestras vidas subimos para bajar y volvemos a subir, pero en las exigencias de la política actuamos de distinta manera: se sube para permanecer en la cima, nunca para bajar de ella. En el país político venezolano la tradición señala que, en lugar de subir, trepamos; y la acción de trepar, de utilizar las manos como garras para aferrarnos a todo lo que permita impulsarnos y acceder al poder, arrastra consigo asperezas de selva, de violencia y audacia, de desafío y desconsideraciones. Es el asedio a la fortaleza, la catapulta y el aceite hirviendo, la pólvora y los disparos, las armas bacteriológicas, el napalm y los misiles teledirigidos que acabaron con las lujosas tiendas libias de Muamar Gadafi. El “por ahora”.
Crecen los árboles en los poemas de Eugenio Montejo, pero los jardineros los podan; crece el pelo y las convenciones obligan a visitar al peluquero; brotan y crecen las nuevas ideas, pero la imbecilidad de algún burócrata las decapita. Alejados de los fuertes olores de las fieras, civilizados, aceptamos, finalmente, que la gloria humana es efímera y pasa como el viento, pero el trepador piensa lo contrario y trata de anclarse, de perpetuarse. No se aparta para que pasen los aires renovadores; no permite que nadie lo baje del lugar al que se mantiene aferrado. Para él, descender es aceptar la derrota; bajar la cabeza, perder. No se percata de que al ponerse a un lado, crece y al hacerlo, se dignifica. Pero no lo hace porque ha perdido todo asomo de dignidad y solo se ocupa de maltratarnos.
Con los maltratos, castiga a la cultura y a quienes la hacen posible. En cambio, solo estimula y protege lo que considera “popular”, que no es otra cosa que el nivel de su propia mediocridad. De allí que estime como “arte degenerado” cualquier manifestación cultural ajena a las palpitaciones del pueblo. Así lo concibió el nazismo y así lo practicó José Stalin mientras asesinaban a millones en campos de exterminio, progroms de espanto, hospitales psiquiátricos y gulags.
La torpeza del dictador logra que los precios de los bienes de consumo se disparen y alcancen alturas inalcanzables en la que un kilo de cebolla y una docena de huevos pueden costar lo que me costó la casa donde vivo y compré hace cincuenta años. “El precio del arroz no cabe en el poema”, escribió el poeta brasileño Ferreira Gullar en su libro La lucha corporal y otros incendios. Se altera el dólar y en un segundo (¡aunque me parece que también los comerciantes e intermediarios agregan el abuso!) aumentan los precios en el mercado sin que encontremos la manera de evitarlo, como no sea con un cambio de timón político enérgico y decisivo, pero no vemos todavía a ningún timonel avanzar por la cubierta.
El jugo que tomé en la frutería cerca de mi casa costaba en su momento 30.000 bolívares el vaso pequeño, pero la cajera me hizo saber que era último a ese precio, porque acababan de decirle que el dólar había variado su valor y el jugo costaba ahora 45.000; la jovencita que a mi lado aún no había terminado de beber el suyo tendría que pagar ese nuevo precio surgido en cosa de segundos. Sentí que vivía aquella pavorosa inflación que agobió una vez a Buenos Aires cuando la vida aumentaba su costo en el tiempo que tardaba uno en cruzar una calle desierta; pero no: volví a mirar el lugar donde me encontraba y estaba en Caracas, en mi vecindario, en medio de la catástrofe desatada por el insepulto miltar convertido en pájaro y por el civil multiplicador de penes.
Agobiado por las tablas pitagóricas que en mi niñez tenía que aprender de memoria, dije que algún día se entendería que 2 y 2 no son 4 ni 22, sino 4 veces 40.000. Y ese día está llegando porque sigue creciendo la cifra que el cerebro de Malte Laurids Brigge, el personaje creado por Rainer María Rilke, no puede contener.
Y no se trata de ninguna guerra económica o de perversidades de la oposición. ¡Se trata de que el marxismo es una ideología impracticable! ¡Que la economía en manos bolivarianas es un estrepitoso fracaso!
La escalera es el símbolo perfecto para visualizar la situación actual venezolana en relación no solo con la economía, sino con la política. La escalera tiene el mismo número de peldaños para subir y para bajar. Todo lo que por ella sube tiende a bajar. De allí que se puede visualizar al mandatario cuando sube, pero también cuando desciende con honores o cuando cae precipitadamente, igual que el precio de la cebolla cuando le toque caer en algún determinado momento. Subimos para alcanzar la gloria, pero descendemos por la misma escalera para hundirnos en los calcinados pantanos del infierno ¡mientras aumenta su precio un simple vaso de jugo!