«No es luchando contra lo que odiamos, sino cuidando lo que amamos, que lograremos triunfar». Rose en Los últimos Jedi
Ha insistido en reciente publicación el reconocido profesor de Harvard Cass Sunstein, que Star Wars, ni más ni menos, “es un reflejo de la humanidad”. Y es que “…para este estudioso, el ‘mensaje oculto y la auténtica magia’ de las películas de Star Wars es su ‘conmovedor homenaje’ a la libertad humana y al libre albedrío. No hay plan en las decisiones que en los diferentes episodios adoptan Luke, Han, Anakin o Rey, al igual que los rumbos que la vida toma de forma insospechada”.
Luego de pasados unos meses desde el estreno de la última entrega de la nueva trilogía, Episodio VIII: Los últimos Jedi, cabe hacer una valoración más serena, desde este enfoque propuesto por el ex asesor del gobierno de Obama, de lo poco o mucho que dicha película refleja de nuestra época, de sus conflictos, crisis, dilemas y esperanzas.
Abundan los análisis e interpretaciones de los personajes, sucesos y etapas de las diferentes trilogías del universo Star Wars que permiten conectar cada uno de esos elementos con situaciones de la vida cotidiana de las personas, a nivel personal, familiar o social, y también con las creencias, mitos o arquetipos a los que las personas, de forma consciente o inconsciente, atienden tanto en pensamiento como acción.
Pero no son tan frecuentes los intentos de vincular los contenidos de dicho universo, con situaciones de orden político, e incluso, geopolítico, a pesar de que si algo identifica a cada trilogía es el desarrollo de un conflicto, de una batalla o una guerra, a mayor o menor escala, entre al menos dos bandos, por el dominio político, militar y económica de esa lejana, muy lejana galaxia.
Sucede que para muchos la distinción entre el bien (la luz) y el mal (la oscuridad) desarrollada en los distintos Episodios invalida el relato como posible fuente para recrear y comprender la realidad, por estimar quienes así piensan que tal postura es simplista, maniquea o reduccionista de los matices y grises de los hechos de la realidad.
Pero cabe ir a contracorriente de esa postura, y desde la propia narrativa de las diferentes trilogías, destacar que nunca han existido santos en Star Wars, ni tampoco villanos planos sin “razones” para llevar a cabo sus planes. Ni los Jedis de los Episodios I, II y III son el bien encarnado, al margen de que luchen por valores justos y más convenientes para la galaxia, ni Lord Sidious es un demente que solo quiere conquistar y destruir, ya que, “en su lógica”, él considera, como luego lo hará también Darth Vader, que su plan es lo mejor para el universo.
Y en el medio de esas dos opciones abundan los grises, los dilemas y los que piensan que también se puede vivir sin macroplanes, ni creencias dogmáticas.
Tampoco en los Episodios IV, V y VI, se plantean las cosas tan simplemente, entre una rebelión pulcra y sin antihéroes –como lo vino a ratificar la magnífica Rogue One–, pues Solo, Chewbacca y Lando Calrissian se interesan más por sus propios negocios que por los problemas políticos de la galaxia, ni tampoco allí el imperio galáctico es una inexplicable fuerza político-militar que destruye planetas enteros por puro ocio, porque ya sabemos que si la galaxia llegó a ese estado de cosas lo fue en gran medida porque los supuestos buenos, los Jedi, fueron arrogantes e incompetentes en el ejercicio de su labor de justicia, y los Sith simplemente están, luego de un largo período de humillación y ostracismo, disfrutando del poder y de no estar sometidos al “lado luminoso” de la fuerza –casi podría hacerse una lectura nietzcheana del asunto, y encontrar en la defensa del lado oscuro una reivindicación de lo dionisíaco ante lo apolíneo–.
Ahora bien, todo apunta a que será en esta nueva trilogía, de la que ya conocemos el Episodio VII: El despertar de la fuerza, y el ya nombrado Episodio VIII, cuando esa lectura, ella sí muy simple y reduccionista, por carente de imaginación, terminará de quedar en el pasado, pues Luke Skywalker se encarga en la última entrega no solo de reconocer y asumir las culpas de los Jedi a lo largo de las anteriores trilogías, sino también de mostrar algo fundamental: que el poder para conquistar la libertad, la fuerza, no es una propiedad de los Jedi, o de los Sith, sino una condición que puede ser descubierta y empleada por cualquier ser que así se lo proponga.
Por su parte, “el mal” en estas nuevas entregas, aunque todavía tratado con poca profundidad, no deja de encontrar su explicación y razón de existir: los complejos, las frustraciones, las ambiciones y las emociones negativas, las que impulsan a Kylo Ren, Hux y el malogrado Snooke, al frente de la Primera Orden, a insurgir contra la República restaurada por el último de los Jedi, luego de ajustar cuentas con el viejo emperador galáctico.
Si se mira al interior de los nuevos personajes, tanto los villanos ya nombrados, como los que se resisten a las acciones autocráticas y criminales que ellos ejecutan, Rey, Poe, Finn, Maz y Rose, estos tienen diferentes incentivos y motivaciones para actuar como actúan, ni son santos, ni están exentos de dudas, dilemas y errores; sin embargo, encuentran visiones, valores y fines que los unen, entre ellos, el resistir toda forma de opresión en la galaxia.
Y es en este punto en que Star Wars, definitivamente, como señala Sunstein, es un reflejo de la humanidad, también en el plano de la política mundial.
Así como ya no existe el Imperio Galáctico de Sidious y Vader, sino la Primera Orden, ya no existen en el mundo la URSS, la China maoísta o el Tercer Reich, pero sí existen la Rusia imperial de Putin, la China neocolonialista de Xi Jinping, la Norcorea de los Kim, la Turquía nacionalista e intolerante de Erdogan, la Hungría antiliberal de Viktor Orbán, la Siria desintegrada de Bashar al-Assad y los aliados y satélites autoritarios en América de todos ellos, refugios además para la delincuencia organizada mundial, como son la Cuba castrista, la Venezuela chavista y la Nicaragua de los Ortega.
Cada uno de esos regímenes tienen sus propios intereses, propósitos y motivaciones, sus complejos, ambiciones y desafíos, pero no dudan en llegar a acuerdos y apoyarse, con tal de perturbar, molestar, ganar batallas y en todo caso disputar, cada vez que sea posible, el liderazgo, la preeminencia y los protagonismos en el mundo a sus odiados adversarios históricos: los países desarrollados occidentales, las democracias liberales de América y de Europa, así como de otras parte del mundo, en las que son valores como la libertad, el Estado de Derecho, la propiedad, los derechos humanos y la democracia, los que con sus errores y sus aciertos, permiten el desarrollo y la calidad de vida que en general tienen las personas en esos países.
A partir de la descripción anterior, en que se reconoce la diversidad de intereses entre esos dos grandes sectores –que no son, salvo en algunos casos, en sí mismos expresión del mal puro, y en ninguno definitivamente del bien puro, mas sí quizá de lo perfectible de la condición humana–, es posible identificar a nivel de política mundial dos grandes sectores claramente diferenciables entre sí, cuando se trata de defender la vida, la libertad y la prosperidad de las personas frente a cualquier forma de tiranía, y cuya posición frente a la tragedia venezolana permite constatar: de un lado, están las sociedades que sancionan a los responsables de la tragedia y no reconocen la legitimidad de su poder, y de otro, las que a través de sus gobiernos protegen y apoyan a esos responsables, y no solo no aplican sanción alguna en su contra, sino que los reconocen como legítimas autoridades.
Ahora bien, mientras que en el siglo XX las sociedades abiertas, en su enorme desafío de contener militar, política, económica y culturalmente a las expansivas sociedades cerradas, contó con genuinos “Jedi” como Churchill, Thatcher, Regan, Roosevelt, Juan Pablo II, Havel, González y Betancourt, con ideas, planes y propósitos sólidos, ajustados a su época, y en el que las democracias y economías de Estados Unidos, Europa y el resto del mundo libre eran en general percibidas como beneficiosas por los ciudadanos en sus países, hoy día la situación es otra, esos Jedi ya no existen, no hay aspirantes serios a ocupar sus lugares, en muchos casos el legado de esos personajes es repudiado por las generaciones actuales, integradas principalmente por personas nacidas bajo la civilización del espectáculo (en expresión de Mario Vargas Llosa), por millennials y personas cuyas mentes son influidas por el así llamado marxismo cultural.
Esto último hace que la situación política y en el plano mundial de las democracias liberales más importantes de Europa, América, Asia y Oceanía, no obstante la resistencia de sus instituciones más importantes, esté comprometida, que ellas luzcan asfixiadas, carentes de legitimidad en casos, deseosas de nuevos “héroes” que llegan como populistas, interpeladas por quienes más se benefician de ellas y constantemente amenazadas desde afuera, no solo por vía militar ahora, sino por otras vías más sofisticadas como la económica y la tecnológica, por las sociedades cerradas de nuestro tiempo, esas que son la expresión de la Primera Orden.
Por tanto, solo una postura relativista, nihilista e ignorante de las realidades humanas, políticas y sociales que Star Wars refleja o vuelve a presentar en clave mitológica, podría sostener que en esta segunda década del siglo XXI, las personas que aman la libertad en el mundo no corren el riesgo de perderla bajo la expansión e influencia de quienes por complejos, odio, ambiciones y revanchas, gustan de oprimir, dominar y esclavizar a cuantos sea necesario, para lograr sus fines imperiales, nacionalistas, socialistas o sencillamente criminales, situación en la cual, como en las trilogías surgidas de la imaginación de George Lucas, o se logra equilibrar la fuerza a favor de la libertad, o poco a poco se irá apagando la esperanza para la humanidad.
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