El pasado 6 de diciembre es noticia. Es fecha para casi nadie buena y mal de males para la mayoría de los venezolanos. Han transcurrido veinte años desde la elección de Hugo Chávez Frías con 3.673.685 votos y una participación del 63,45% de los sufragantes registrados. Algo palmario.
Serviría de algo si el propósito fuese la reflexión madura sobre lo ocurrido.
Hay quienes se limitan a repetir que el padre escogido antes, en 1993, nos traicionó; pues pudo habilitar a los candidatos presidenciales convenientes e inhabilitar al inconveniente para 1998, y no lo hizo. O acaso debió decirnos por quién votar o no, y amarrarnos las manos si era necesario. Eso creen, a pie juntillas, quienes son víctimas de nuestra historia.
Simón Bolívar, en Cartagena, en 1812, sostiene que “el pueblo no está preparado para el bien supremo de la libertad”. Se ocupa de encarnar al gendarme necesario y predica, de tal modo, la conveniencia del padre bueno y fuerte, que por todos piense y en nombre de todos haga y decida. Es la premisa que cede en 1959 y luego reverbera, con fuerza inaudita, en 1999.
Consecuente con su credo, en 1826 se declara el Libertador presidente vitalicio de Bolivia. Señala al vicepresidente como su sucesor a dedo. Chávez apenas lo imita, en 2012, designando a Nicolás Maduro y exigiéndonos votar por él.
Cuando la crónica histórica refiere la aclamación de Antonio Guzmán Blanco (1886-1887) deja un trazo ilustrativo al respecto y un cierre lapidario: “Temiendo que en lo porvenir se reprodujesen las escenas de lo pasado, dirigió el General Guzmán Blanco sus influencias políticas en el sentido de que lo sustituyese en el Gobierno un ciudadano civil inteligente, práctico en los negocios públicos y abonado por una lealtad no desmentida (…)”. “No habrá de motejársele esa intervención –ajusta Francisco González Guinán– si se toman en cuenta nuestras costumbres públicas”.
El gendarme ha de ser capaz de otear el futuro como capitán o chamán de su tribu. Es quien perdona o no perdona a los enemigos, sean felones, revolucionarios o simples alborotadores. Es quien sitúa, en la práctica, su herencia política. Y esa es la constante de nuestro siglo XIX y parte del XX, que recrea el siglo en curso.
Piénsese que en la Venezuela de 1957 los venezolanos vivimos un promedio de 53 años, y en 1998 subió dicha cota a 73,5 años. ¡Éramos una república de letrinas! El general Marcos Pérez Jiménez nos construyó unas 450.000 en “su” década militar, luego de lo cual, en democracia, recibimos servicios de aguas blancas y aguas negras. Pero se preserva, todavía hoy, la memoria de nuestro penúltimo dictador militar.
No es que hacía obras, obraba milagros, según se dice. Sabía mandar. Habilitaba a su gusto e inhabilitaba políticamente. Escogía a sus adversarios y también a sus acólitos, según su estado de ánimo, como lo hacen Chávez y Maduro, y no pocos opositores.
En 1835, cabe recordarlo, se alzan contra José María Vargas los miembros del partido militar –entre otros el célebre coronel Pedro Carujo–. Los perdona el Congreso con el aplauso del país. José María Vargas, en soledad, se molesta, pero no su protector, el León de Payara, José Antonio Páez.
Rómulo Betancourt, sin embargo, no perdona las felonías. Lo hace Raúl Leoni para avanzar hacia la pacificación que realiza Caldera durante su primer gobierno. Tanto como en 1993, sobre los perdones decididos por la misma víctima del 4F, Carlos Andrés Pérez, los candidatos presidenciales, salvo Caldera, prometen una ley de amnistía para los complotados. El proyecto ingresa al Congreso en 1994.
Lo que importa subrayar es que no ha de hablarse de veinte años transcurridos –que no son nada, según Alfredo Le Pera– sino de treinta, que se cierran en 2019.
Es un período que dice algo más de fondo. Y no se olvide que la historia venezolana, por un sino –aquí sí– o como una constante fatal, da sus giros cada treinta años. En 1989, en efecto, sufre su quiebre la república civil de partidos, inaugurada en 1959.
Carlos Andrés Pérez es elegido el año anterior, en 1988, enemistado con su partido, que lo tumba, cuando la calle ya muestra su descontento con los partidos.
Ningún “notable” tiene poder real alguno para cambiar el curso a la historia. Lo cambia Acción Democrática. Después, Caldera es elegido por una masa informe y minoritaria, separado de su partido, el Copei. Aquel y este, pasada la primera década desde el Caracazo, apenas evidencian una realidad incontestable: desde la calle no pueden hacer lo que hacen desde los escritorios del Estado. Y, sobre tal vacío, Chávez se inserta en la historia corriente, pero para reivindicar los fueros militares –es lo esencial– que ceden al inaugurarse la experiencia de la democracia civil, con el Pacto de Puntofijo.
Las páginas de la historia se dan vuelta hasta el Bolívar de 1812, quien prosterna y vilipendia a los repúblicos de levita de 1810 y 1811. Sus seguidores son quienes encarnan la “carujada”, casi tres décadas más tarde.
En vísperas del siglo XXI la gente abandona el odre de la ciudadanía. Opta por vaciar su vino nuevo en odres viejos, y nosotros, los venezolanos, en el molde de los cuarteles, en una vuelta instintiva hacia las raíces. Es lo que corresponde analizar, el regreso al fundamento a riesgo de degenerar en fundamentalismo, que se hace epidemia. No por azar, en las antípodas y más allá, por las mismas razones, emergen Donald Trump y Jair Bolsonaro.
Como lo pide don Andrés Bello, “es la hora de la conciencia y del pensar profundo”.
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