Nuestro primer experimento constitucional y civil: el de la llamada Primera República, en 1811, dura poco por una razón de fuerza.
Se soporta, no obstante, sobre la convicción compartida por los hombres de levita sentados en su Congreso, la mayoría egresados de la Real y Pontificia Universidad de Santa Rosa de Lima y Tomás de Aquino, en cuanto a que Venezuela es una realidad territorial y humana diversa. No por azar sus anclajes cotidianos los constituyen los cabildos.
De modo que somos, desde la modernidad y mirándonos en nuestras raíces más profundas, una asociación entre gente que comparte su rechazo al despotismo, anhelante de que todos los derechos valgan para todas las personas y que estos, como premisa, sujeten y subordinen a la organización política. Así nos forjamos en la génesis, como una república confederada, cuyo gobierno tiene prohibido ser reelegido al concluir su cuatrienio.
Esta perspectiva, obra de un nutrido debate entre los diputados de la época, redactada por varios de estos, constante en la prensa y profusa, incluso, pone de lado el proyecto unilateral de incanato elaborado años antes por el diputado vicepresidente Francisco de Miranda.
Ese modelo liberal naciente es combatido en lo inmediato y con ardor por Simón Bolívar, quien acaso se forma bebiendo en las fuentes de la Escolástica que defienden el derecho divino de los reyes.
Al traicionar al mismo precursor, desde Cartagena de Indias, denuesta de civiles reunidos en Caracas. Los anatematiza como parteros de “repúblicas aéreas”. Arguye que los venezolanos no estamos preparados para el bien supremo de la libertad. Una cosa es, por ende, salir de Fernando VII, otra creer que en casa propia podemos hacer lo que nos venga en gana.
De allí que como una suerte de monarca a la criolla, le abre compuertas, entre nosotros, al bonapartismo, ese que causa la ruptura violenta de la historia francesa con su pasado y por obra de una revolución que pide a pie juntillas “un Estado único, una ley única, un único pueblo”, como lo recuerda Mignet.
Desde Angostura, en 1819, Bolívar, escribe “su” Constitución. Propone un Senado vitalicio y hereditario, integrado por los hombres de armas, para que jamás olvidemos que a las armas debemos la libertad. Y en ese empeño igual, al darle a Bolivia “su” Constitución, en 1826, tiene el cuidado de asignarle carácter vitalicio al presidente y derecho de sucesión al vicepresidente que este designe. Lo de Nicolás Maduro, por lo visto, no sería inédito.
He allí una parte o las razones de los desencuentros de aquel durante la Gran Colombia. He allí las razones que abonan nuestra separación de esta y la forja de una república independiente. He allí el porqué José Antonio Páez, incluso siendo militar, impone a los hombres de armas irse a sus haciendas y dejar que los civiles redibujen al país.
He allí lo que al paso contextualiza la advertencia final que a los colombianos hace el entonces presidente del Congreso de Valencia, Francisco Xavier Yanes, de origen cubano, sobre el peligro de Bolívar y sus teorías para el porvenir de ambas patrias.
El postulado básico de la Constitución de 1830, un segundo ensayo democrático todavía limitado, es demoledor en su objetivo: El pueblo no puede depositar el ejercicio de la soberanía en una sola persona.
Curarnos de ese mal endémico es exactamente lo que anima a las generaciones de 1928 y de 1936, parteros de la República de partidos nacida en 1959.
Volver a nuestras raíces, redescubrirá nuestro ser primigenio, es lo que se proponen así los suscriptores del Pacto de Puntofijo, cimiento de la experiencia democrática que finaliza en 1998.
Romper con el “cesarismo democrático” que a inicios del siglo XX apologiza Laureano Vallenilla Lanz para justificar el regreso a Bolívar durante la dictadura de J. V. Gómez, cultivar al hombre a caballo, al padre bueno y fuerte como fatalidad es, por ende, el desiderátum de la Constitución de 1961; la que infama y declara moribunda Hugo Chávez al asumir el poder.
¿Por qué los comunistas, que participan en los debates del Pacto al estos concluir no lo firman?
Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba son conscientes de la esencia de la democracia. Ha de ser plural y diversa, compatible con el ADN nacional y nuestro sentido de la libertad. De allí que a la idea del “unanimismo despótico” –como lo llama Rómulo– sugerido por la izquierda le opongan aquellos la libertad de los partidos y la diversidad de cosmovisiones que solo ceden ante las amenazas de entregarle el poder a un predestinado.
No es casual que Fidel Castro, el 23 de enero de 1959, siembre cizaña desde la plaza O’leary de Caracas, como antesala de los alzamientos guerrilleros que financia y de los golpes militares de izquierda que ocurren a lo largo del primer quinquenio democrático. “El sentimiento bolivariano está despierto en Venezuela”, son sus palabras premonitorias.
¿Será por desmemoriados, me pregunto hoy, que algunos de quienes se dicen opositores a la narcodictadura que nos lega el soldado Chávez, administran Cuba y los militares a través de un mascarón de proa, Nicolás Maduro, reclamen escoger a un “líder único” a través de elecciones primarias?
O somos demócratas o somos bolivarianos, lo digo sin ambages, con énfasis. Al Libertador, que descanse, y para siempre.
Fidel Castro y Rómulo Betancourt
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