Daniel Ortega arrastrará consigo para siempre el fardo luctuoso de los asesinatos en masa cometidos bajo sus órdenes en las calles de las ciudades nicaragüenses. Ortega, en el imaginario democrático de los países latinoamericanos, camina ahora amortajado hacia su propio funeral. La película de los tres últimos meses de su vida puede titularse “La graduación de un asesino”.
Del político-héroe de los tiempos del sandinismo triunfante en los años setenta del siglo pasado no va quedando nada. Solo la memoria de unas fotografías épicas, con baño de multitudes y banderas rojinegras ahora ensombrecidas por el presente triste de un país otra vez partido en dos. Matándose entre hermanos. Sacrificando vidas de connacionales solo por la incapacidad de una élite, y una pareja, embrutecida de poder, para construir modelos de convivencia respetuosos de la alternancia democrática.
Hoy está desatado, de nuevo, el poder de fuego del Estado que masacra a los jóvenes universitarios negados a aceptar otra dictadura. Como si el tiempo no hubiese pasado. Como si el sacrificio de los predecesores, incluidos los 28.000 muertos de la guerra con la Contra, no hubiese servido para nada.
Las escenas de los cuerpos armados del Estado disparando contra los jóvenes universitarios insurrectos, balas contra adoquines, ocupan las primeras planas de los medios internacionales. Otra vez. Solo que ahora los armados, quienes disparan a mansalva, no son de la Guardia Nacional de Somoza, sino policías urbanas y grupos paramilitares, “sandinistas del siglo XXI”, entrenados para reprimir, como el chavismo, sin miramientos, la protesta popular.
Y que el blanco de los disparos, el futuro, los que ahora quieren “tomar el cielo por asalto”, no son los jóvenes sandinistas de 1970 sino sus nietos, que, para mala suerte de los viejos apoltronados en el poder, llevan en su cultura política genes de gran admiración por quienes fueron capaces de arriesgar sus vidas con tal de liberarse de la opresión. Y ahora las arriesgan ellos. Como los neosomocistas cuando tenían su edad.
La palabra Masaya ya no remite a la épica de los casi adolescentes que con pañuelos en el rostro enfrentaban a la dictadura asesina de Somoza. Masaya de 2018 es la épica de jóvenes que se enfrentan a aquellos “chamacos” ahora envejecidos: los sandinistas convertidos en el “somocismo del siglo XXI”.
Ya no hay nada heroico en Ortega. Lo recordaremos solo por cuatro grandes épicas. Una, “la piñata”, la operación mediante la cual, al perder las elecciones con Violeta Chamorro, cierta élite sandinista saqueó las arcas del Estado nicaragüense en quiebra para asegurar su futuro personal. Dos, el arreglo político con Arnoldo Alemán, político corrupto de ultraderecha, para modificar la Constitución a su antojo y asegurarse, luego de 3 derrotas consecutivas, su vuelta al poder con solo 30% del electorado. Tres, el incidente porno con el que, emulando a Rafael Leónidas Trujillo, el dictador dominicano, Ortega se graduó de acosador sexual con su propia hijastra. Y cuatro, las matanzas de 2018, en las que han dejado su vida por los menos 350 jóvenes nicaragüenses en apenas 3 meses de protesta.
El proceso de democratización de América Latina, la ilusión de que podíamos vivir en un continente sin dictaduras, salvo la cubana, ha llegado a su fin. Las parejas Maduro-Flores y Ortega-Murillo han incorporado de nuevo el asesinato, la represión, el gobierno de facto como alternativa.
Mientras tanto, Rosario, una versión bananera de Cruela de Vil, una mujer que ha hecho de la maldad una opción del maquillaje, de la fealdad física una bandera de orgullo personal y de las supercherías metafísicas una metodología de gobierno, se frota las manos. Pero no para lavarse las manchas de sangre, como Lady Macbeth, sino para apretar a Ortega cada vez que intente sacar el dedo del gatillo.
A la misma hora, en La Habana un grupo de chavistas (los creadores del marxismo Capone) y los muchachos ya canosos del Foro de Sao Paulo (la izquierda necrofílica) beben su última cuba libre de esa noche y repiten: “Esos muertos que hoy lloráis no son gente, son agentes del Imperio que bien muertos están”.
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