La votación presidencial del 20 de mayo pasado ha sido cuestionada y desconocida por la oposición venezolana, que es mayoría nacional por un amplio margen, como quedó fehacientemente demostrado en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, cuando ganó, con dos tercios de diferencia, la Asamblea Nacional (Parlamento). Desde entonces, el rechazo al gobierno se ha incrementado hasta alcanzar más de 80%, como lo indican todas las encuestas de opinión pública que se han realizado últimamente. Por eso el gobierno boicoteó e impidió el referéndum revocatorio del mandato presidencial que, de conformidad con la Constitución, debió realizarse en el año 2016 y ha evitado, por todos los medios a su alcance, legales e ilegales (estos últimos en mayor proporción), las confrontaciones electorales con la oposición, salvo cuando estas, por medio de maniobras de todo tipo, le eran absolutamente favorables al gobierno. Así se realizaron los tres últimos comicios (gobernadores, alcaldes y presidente), que han sido cuestionados y desconocidos a escala nacional e internacional. Eso en cuanto al frente interno. En el externo, la inmensa mayoría de los países americanos y europeos, que componen el ámbito económico, cultural e histórico de Venezuela, desconocen igualmente esas elecciones, en especial la de Nicolás Maduro.
Bajo tales condiciones, y desde cualquier punto de vista que se le mire, el mandato de Maduro es ilegítimo y sus acciones son nulas, o podrán ser declaradas como tales, cuando se produzca el cambio del régimen político vigente, lo que tarde o temprano (esto último con mayor probabilidad) tendrá que ocurrir porque el gobierno venezolano está aislado de su entorno natural, sujeto a sanciones externas cada vez más fuertes y se debate en medio de una crisis económica, política y social de proporciones colosales. En tales condiciones, ningún país medianamente responsable querrá celebrar convenios con Venezuela y los capitales privados evitarán realizar inversiones en el país por la desconfianza e inseguridad que se derivan de las condiciones que estamos viviendo.
¿Por qué el régimen, si realmente fuese medianamente democrático, como lo proclama constantemente, no consulta al pueblo “soberano”, como se complace en llamarlo, acerca de si está conforme o no con el mandato de Nicolás Maduro, prorrogado de forma tan dudosa el 20 de mayo pasado? ¿Por qué no le pregunta, igualmente, si quiere repetir las elecciones presidenciales a fines de este año, como correspondería legalmente, en condiciones de igualdad con la oposición, con un nuevo CNE, con la participación de todos los partidos y líderes políticos opositores, concediendo el tiempo suficiente para que el proceso se lleve a cabo correctamente?
Esa sería una salida conveniente para el país, para el régimen y para el propio Maduro, porque el resultado de la consulta, sea cual sea, sería una solución satisfactoria para todos. Si le es favorable al gobierno, en el sentido de que el pueblo venezolano no quiera una nueva elección, Maduro se legitimaría ante la nación y el mundo y continuaría su gestión en mejores condiciones para afrontar el tsunami que se observa en el horizonte. Si le es desfavorable, saldría del poder en mejores condiciones de las que sufriría como consecuencia de una debacle de su gobierno, evento que tiene muchas probabilidades de suceder si la situación actual del país se prolonga por un tiempo más.
Si a Nicolás Maduro y a quienes lo acompañan en el irrespeto al pueblo y a la Constitución Nacional, en especial la cúpula militar, les quedara un ápice de racionalidad, de responsabilidad y de amor por el país, deberían pensar muy bien sus próximos pasos y decidir si continúan por el camino de la ilegalidad y del desafío a la nación y al mundo, arriesgándolo todo por un poder inútil, o si por el contrario regresan a la legalidad y a la razón, y tratan de enmendar de la mejor manera posible el estropicio que han causado a la nación.