Hoy se celebra en la República Popular China el Día del Soltero, Guanggun Jie, festividad no vinculada a tradiciones milenarias ni sujeta a directrices del Partido Comunista orientadas al control de la natalidad, sino a la iniciativa de estudiantes de la Universidad de Nankín a objeto de exaltar el celibato masculino con fines comerciales. ¿Por qué el 11 del undécimo mes del año? Quizá porque en la numeromancia el 1, mitad del par, simboliza la soledad y la fecha 11/11 cuadruplica el dígito.
Del singular festejo me enteré por casualidad mientras indagaba en las encrucijadas y callejones sin salida de Internet cuándo se consumó el divorcio entre Caracas y La Habana. Fue, precisa la imprecisa Wikipedia, el 11 de noviembre de 1961, y sin alusión alguna a los motivos de la ruptura, asienta: “En Caracas (Venezuela) el gobierno títere de ese país rompe relaciones con el gobierno cubano”.
Quien colgó la infame calificación a la incipiente democracia liderada por Rómulo Betancourt en el popular compendio del saber exprés, tildado de opaco, anárquico y difamatorio por sus detractores, concede razón al novelista, filósofo y semiólogo italiano Umberto Eco (1932-2016) para quien, palabras más, palabras menos, el drama de Internet era haber convertido al tonto del pueblo en portador de la verdad. Sí, el autor de El nombre de la rosa fue cáustico en sus reparos a la red de redes y mordaz en relación con las plataformas de socialización; pocos meses antes de su deceso, en declaraciones suministradas a La Stampa, habló, como reza el eslogan de Tal Cual, claro y raspao: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas. Primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Y eran silenciados rápidamente; ahora tienen el mismo derecho de hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.
Mucho se piensa, discute y escribe por estos días y con justificada preocupación sobre cómo la desinformación, la posverdad y las fake news difundidas a discreción a través de los medios electrónicos distorsionan deliberadamente la realidad y procuran suplantar el acontecer histórico con narrativas y patrañas adecuadas a intereses particulares, subalternos y destructivos. El fenómeno no es nuevo. Joseph Goebbels, ministro de Ilustración Pública y Propaganda del III Reich, debe buena parte de su triste celebridad al apotegma “Si una mentira se repite los suficiente, acaba por convertirse en verdad”. Otro notable antecedente lo tenemos en el aparato propagandístico de la Unión Soviética y su omnipresencia en la enseñanza y desarrollo de las artes, oficios y ciencias sociales, naturales y exactas. Con licencia para modificar o proscribir temas difíciles de aceptar sin contravenir las inconmovibles verdades del catecismo marxista leninista, es decir, estalinista, y el intimidante auxilio de la psiquiatría punitiva se obligaba a la comunidad científica a retractaciones, autocríticas y confesiones cuando el materialismo, dialéctico o histórico, lo requería. En algunas páginas de El hombre sin alternativa (Sobre la posibilidad e imposibilidad de ser marxista), el filósofo polaco Leszek Kolakowski (1927-2009) se refiere tangencialmente a esta cuestión y recuerdo haber subrayado párrafos atinentes a los ataques formulados en los años cincuenta del pasado siglo por químicos soviéticos a la teoría de la resonancia por idealista y reaccionaria.
Comencé a leer ese libro en traducción de Andrés Sánchez Pascual publicada en 1970 por Alianza Editorial, pero no alcancé a terminarlo, pues Teodoro Petkoff me lo arrebató literalmente de las manos en un café de Colinas de Bello Monte donde por algún tiempo fuimos vecinos. Todavía no se había fundado el MAS y comentamos, recuerdo, la inutilidad de pintas del tipo ¡Abajo el revisionismo!, firmadas por la J. C., preguntándonos cuánta gente sabría qué significaban ese ismo y esas iniciales, y nos reíamos de un volante en el cual se emplazaba a los estudiantes de la UCV a leer a Lenin y no a Marcuse. Tiempos de renovación y grata recordación, evocados pensando en la irrupción de los idiotas en el ciberespacio anunciada por Eco. Porque, no hay dudas: han debido ser badulaques enceguecidos por la prédica del PSUV quienes, destilando hiel en estado puro, difundieron vía WhatsApp un mal redactado memorial de agravios articulado al sambenito del asalto al tren de El Encanto, para continuar asediando –rencor más allá de la muerte– al autor de Checoeslovaquia. El socialismo como problema.
Los venezolanos estamos siendo sometidos de modo sistemático a un riguroso lavado cerebral a manos de los operadores ideológicos de la dictadura militar nicochavista, fundamentado en la falsificación deliberada del pasado y la forja de una épica patriotera sustitutiva del presente y podamos vivir del cuento con la vista puesta en un espejo retrovisor. Inherentes a esa premeditada lobotomía colectiva son el silencio e indiferencia oficial ante la desaparición de ilustres venezolanos merecedores de homenaje nacional de parte de perdonavidas sin méritos y cantamañanas empoderados. Pienso en el honor perdido del capitán cabello –me niego a capitular ese apellido capilar– y su empeño en recuperarlo en dólares con la complicidad de una pandilla incondicional de jueces venales y magistrados prevaricadores. El silencio, la indiferencia y la persecución, en el caso de Teodoro, glorifican. En cambio, un reconocimiento hipócrita del santo oficio chavista pondría en tela de juicio la integridad y reputación de quien es objeto del mismo. Por eso y porque creo, como sostuvo el propio Teo, que “solo los estúpidos no cambian de opinión” decidí pergeñar estas líneas, aun cuando estimé suficientes las exégesis prodigadas en los medios independientes en ocasión de su partida.
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