En Venezuela suele hablarse ampulosamente de un tal “galáctico”, como si su humana existencia hubiese sido prodigio de consagradas virtudes, de actuaciones sustanciales y pensamiento evolucionado. Nada más distante de la verdad, en la medida que su acción y la de sus herederos políticos, han acarreado el trastorno de una sociedad territorial que perdió el rumbo y hoy desvanece afligida y divagante en el fondo del dolor humano. Casi dos décadas transcurridas le confieren una cierta importancia a estos actores de la antipolítica, todos contribuyentes de una página negra de nuestra historia contemporánea. Y ello sin prescindir de la lección de vida que nos queda como nación siempre llamada a recomponerse en su propia entidad, a desempeñar mejor papel en un hemisferio que reclama el concurso de buenos ejemplos.
Pero vayamos a la raíz del asunto. El caudillismo venezolano, asociado al acontecer político y social desde que fuimos República, es producto de nuestra endémica debilidad institucional e inmadurez para afrontar civilizadamente los retos que impone un Estado nacional independiente. Las rivalidades y luchas internas por alcanzar y mantener el poder público allanaron el camino errante de un caudillismo a veces circense, en ocasiones aferrado a posibilidades tangibles que, sin embargo, no concluyeron en realizaciones estables en el tiempo. El siglo XIX fue de los caudillos rurales y sus partidos armados. En el siglo XX irrumpen los partidos de masas, con gran número de militantes y una actividad política e ideológica desarrollada aún más allá de los procesos electorales democráticos. Y es que el Estado democrático tiene que ser plural, dando paso a diversas alternativas de gobierno que se expresan a través del juego de los partidos políticos. El siglo XXI nos ha reembolsado en una extraña pretensión de partido único “armado”, esta vez afirmado en pertrechos y gendarmes de una República exangüe, mangoneados por el gobierno en funciones. Un retroceso que ha sido producto de errores, ardides, omisiones y complicidades de muchos venezolanos, incluidos aquellos de buena voluntad manifiesta.
El ascenso al poder como propósito alcanzable por cualquier medio se abrió paso en los años noventa del pasado siglo, reeditando el golpe de Estado y la rebelión militar. Emergen contra el Estado constitucional quienes se autoatribuyen cualidades para enfrentar y resolver problemas de actualidad, para moralizar el ejercicio de la función pública. El oportunismo artero de unos cuantos políticos rezagados en los partidos democráticos, de intelectuales descontentos, incluso empresarios y otros actores de la vida nacional, vio en aquello una posibilidad de realizar ambiciones incumplidas. Con tal basamento, el insurgente“adalid de los menos favorecidos” y sus partidarios de turno contribuyeron al clima de inestabilidad política y destrucción de valor que nos agobia desde 1999. No atinaron ni los demócratas venezolanos ni el mundo que les rodeaba en Hispanoamérica, Estados Unidos y Europa, a ver en aquella “lumbrera impredecible”, la misma propuesta incivil que en tiempos pasados había ejecutado tantos desmanes. Ello sin negar que momentáneamente representó un sentimiento popular, con enorme arraigo emotivo en sus seguidores, síntomas claros de inmadurez política y debilidad moral en el país.
Pero no fue un líder, como apuntan algunos. Fue apenas un jefe circunstancial, sin ideas propias, que utilizó su poder para mandar a sus adláteres, ganarse la voluntad de quienes se sintieron tomados en cuenta y de aquellos que vieron la oportunidad de enriquecerse a costa del erario público; sus éxitos sin duda tienen que ver con su habilidad comunicacional, pero sobre todo con la disponibilidad que tuvo de ingentes recursos del Estado, sin los cuales probablemente no habría llegado muy lejos. No hubo nada trascendente ni verdaderamente constructivo en su propuesta; menos aún el rasgo democrático de quien comparte decisiones y responsabilidades en procura del bien común de los ciudadanos. Apenas un arrebato autoritario de quien se creyó dueño de la verdad, además competente sin serlo realmente y con derecho a decidir unilateralmente sobre el futuro de la nación venezolana. Y en ese camino demostró igualmente su inmensa irresponsabilidad como gobernante; a los hechos verificables, al desastre que nos envuelve en la miseria colectiva de nuestros días, podemos remitirnos sin mayores reparos. Algo que igualmente concierne a sus herederos políticos, empecinados en mantenerse en ejercicio de una función de gobierno que no les calza. Tampoco son líderes, como no lo son sus opositores.
Los hombres cuya obra pública trasciende y deja huella indeleble en la historia de los pueblos, exhiben cualidades innatas de liderazgo y suelen ser reconocidos como verdaderos líderes por sus contemporáneos. Y es lugar común en sus primeras, intermedias e incluso postreras actuaciones en la vida pública, confrontarsituaciones y asumir desenlaces repletos de confusión y desconcierto. El líder crece ante la adversidad que desafía sus propias ambiciones, comprende, rectifica si hubiere lugar a ello y emerge fortalecido para afrontar los dilemas que a diario plantea la acción política. Y el gran reto es hacer buen uso del talento, la sensibilidad humana y la experiencia que podrían impactar favorablemente en la vida de los demás. Poco o nada de eso estamos viendo en la conducta de quienes inciden en la vida venezolana de nuestros días.
El liderazgo no se decreta, no se fabrica, antes bien, surge espontáneamente en el cruce de cualidades inherentes y de circunstancias que dan cabida a su actuar ingenioso y oportuno. La Venezuela doliente de nuestros días sigue a la espera de un liderazgo genuino.