Mi apreciado condiscípulo Edgar Cherubini escribe, a profundidad, su reciente artículo “Antígonas criollas” en homenaje de “admiración y orgullo por las mujeres que se enfrentan a la denigrante dictadura comunista en Venezuela”. Lo hace para afirmar el carácter simbólico y ejemplarizante de quienes han visto asesinar, torturar, encarcelar a sus seres queridos y a la par reaccionan con dignidad y coraje inenarrables, ejemplarizantes; dignas de ser emuladas por todos los que luchan por desatarse del oprobio y el mal absoluto instalados en este sufriente país de hoy, donde ayer abriera mis ojos como vecino de la capilla de la muy caraqueña esquina de La Fe.
Lo esencial es su enseñanza, el introducir el dilema antiguo que esta vez rasga a las generaciones del presente y las sitúa sobre un parteaguas existencial, a saber, seguir a Antígona, quien obedece y se comporta guiada por las leyes inalterables no escritas, ancladas en el sacrosanto principio del respeto a la dignidad humana, optando incluso por el sacrificio, o transar con la voluntad humana representada en Creonte, el dictador que entrega a las fieras el inerte cuerpo de su hermano Polinice.
Es este, como lo creo, el dilema que confunde e interpela a los líderes democráticos venezolanos. Todos, acaso de buena fe, se encuentran empeñados en la tarea de la conquista de la libertad y para la reconstrucción democrática. Unos lo hacen atados a los principios, “hasta el sacrificio”, y se inmolan sin reparar en si verán logrados o no sus objetivos, en tanto que otros, quizás convencidos de que no existen leyes universales para el quehacer humano, menos el político, ni que hay, siquiera, causalidades cósmicas o a lo mejor profanas a las cuales servir, optan por lidiar con la realidad y aligerarle sus cargas.
No por azar –lo digo sin intenciones subalternas– una parte de la oposición democrática ha acudido sin agenda ni propósitos definidos e inalterables a unos diálogos exploratorios con la dictadura de Nicolás Maduro. Opta por atender una invitación y auscultar su pertinencia, a fin de saber lo que podría o no lograr dentro de ella y en una lucha de poderes desbalanceados que, al término y de suyo, siempre favorecen al citado Creonte criollo.
Pero volvamos a lo que interesa. En su cuidadosa elaboración Edgar deja reflexiones de calado, como la cita de la filósofa de origen galo Anne Dufourmantelle –quien falleció ahogada tratando de salvar a unos niños– y a cuyo tenor “una sociedad que no está en condiciones de soportar el sacrificio es una sociedad pervertida”. Una lectura apresurada de su artículo, no obstante, puede sugerir que ambas posturas encuentran igual sustento en la tragedia de Antígona: la primera por afincarse en una interpretación ética, de suyo personal, conforme con la moral de la civilización, y la segunda, por revelarse contra la tesis determinista –“el guion de nuestras vidas ya ha sido trazado por el destino”– y sobreponerle el quehacer humano, la voluntad hecha acto.
Se trata, lo repito, de una cuestión agonal. La ausencia probable de una clara resolución sobre el particular acaso explica lo que asimismo llevara a los opositores venezolanos –otra vez vuelvo al ejemplo inevitable– a caer en la vil trampa de las elecciones regionales planteadas por Maduro luego de ejecutar su golpe de Estado constituyente: “Si no vamos perdemos nuestras gobernaciones, y si vamos el régimen puede quitárnoslas”. Se trata, al cabo, de una trampa de palabras que la misma oposición resuelve de modo adverbial: “Si nos desconocen quedarán al descubierto, como una dictadura”.
El tema es álgido en cuanto al fondo y ocupa la mesa global, bajo pugna abierta. Cada sociedad o cada parte de esta en sociedades pulverizadas como la nuestra tiene, entonces, el deber de hacerse el planteamiento moral. De encontrarle una respuesta ética, si el compromiso que se tiene es devolverle el sentido a la política y la misma democracia durante el siglo que ya corre presuroso.
El papa Ratzinger, quien actualiza el debate sobre razón y fe con motivo del que sostuviese con Jürgen Habermas, ante el interrogante de este sobre si las constituciones escritas se bastan a sí, con sus fardos de normas prescriptivas, para resolver todos los problemas, desde antes de ser elegido como cardenal responde lapidario. Apela, para sorpresa de no pocos, a lo afirmado por la misma Ilustración en la antesala de nuestras repúblicas modernas. “Las normas morales esenciales… [son] válidas etsi Deus non daretur, incluso en el caso de que Dios no existiera… [pues de] este modo se quisieron asegurar los fundamentos de la convivencia y, más en general, los fundamentos de la humanidad. En aquel entonces, pareció que era posible, pues las grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables. Pero ahora ya no es así”, se lamenta el pontífice que renunciara luego.
No huelga, por ende, con vistas a ese “ahora ya no es así”, recordar que para David Hume (1711-1776), historiador escocés, el bien y el mal, lo valioso o despreciable, lo correcto o incorrecto se reduce a un mero sentimiento humano, lo que ahora es propio de narcisismo digital en boga. De allí que la valoración negativa que acerca de la dictadura en Venezuela tiene la comunidad internacional, consciente de que resume todas las perversidades posibles –corrupción, peculado, drogas, terrorismo, sadismo político y policial–, algunos actores la morigeren como “realidad política”.
De modo que, en el esfuerzo por darle contenido a la ética en la política dentro de un contexto a redescubrir, el de la moral democrática, vale el consejo de Ronald Dworkin en su Justicia para erizos: Se “requiere trazar en la ética una distinción que es conocida en la moral: una distinción entre el deber y la consecuencia, entre lo correcto y lo bueno. Deberíamos distinguir entre vivir bien y tener una vida buena… [y] vivir bien significa bregar por crear una vida buena, sujeta a las restricciones esenciales para la dignidad humana” y en procura, no siempre alcanzable por perfectible, de la vida buena.
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