Esta semana ha habido dos grupos muy visibles de noticias sobre temas que tocan la dimensión internacional de la crisis venezolana. Por una pista va el seguimiento del calamitoso estado de Pdvsa y las finanzas públicas que, si bien es muy anterior a las sanciones más recientes de Estados Unidos, en estos días se suelen asociar, sin más, al alcance de las restricciones financieras decididas en Washington. Por la otra, van las noticias que recogen la preocupación por la velocidad del deterioro humano, material e institucional de Venezuela, como lo reflejan los expedientes que alimenta y difunde internacionalmente la fiscal general forzada al exilio, el recién publicado informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre las violaciones de esos derechos entre abril y julio de este año, así como el extenso Comunicado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el menoscabo de la institucionalidad democrática en Venezuela.
Entre estas dos pistas pesa decisivamente la segunda, porque la pérdida de respeto hacia los principios, normas y procedimientos constitucionales es también pérdida de respeto por los derechos y la calidad humana de vida de los venezolanos.
Lo grave es que desde el gobierno no solo se niega valor alguno a denuncias muy bien documentadas y al hecho de que el aparataje constituyente, por inconstitucional, no es reconocido por medio centenar de países. El oficialismo concentra su empeño en culpar a las sanciones económicas de todos los males, atribuyéndoles efectos que ya habían sido causados por lo que cada día se hace más evidente: una insana dependencia de operaciones no propiamente productivas que, antes que compensar las ineficiencias, han alentado enormes opacidades y cuantiosas pérdidas. A partir de esta manera de definir la situación se han multiplicado los discursos que alegan relaciones estratégicas con Rusia, China y, en una lista más larga, con países como la India, Irán y Malasia. Y, por si acaso, porque es muy grande la dependencia del mercado petrolero y financiero de Estados Unidos, entre las frases que inconsistentemente equiparan la situación a una suerte de bloqueo de los tiempos de la Guerra Fría, se dejan colar palabras y gestos de acercamiento. Sin embargo, lo que prevalece es la continuación, en condiciones de extrema vulnerabilidad, de la búsqueda de recursos entre los postores que encuentren garantías suficientes para compensar riesgos e incumplimientos. Consideremos brevemente las referencias a Rusia.
A pocas horas de las declaraciones del secretario de Estado del Vaticano, cardenal Pietro Parolin, desde Moscú, en las que reconocía el papel que Rusia podía desempeñar en la solución de la situación venezolana, el presidente Maduro ponía las cosas en otro terreno al asegurar que con apoyo ruso Venezuela se había convertido en una fortaleza militar, contamos, dijo, con “los distintos sistemas de misiles, de defensa, tierra a tierra, tierra a aire, los distintos sistemas de artillería, de defensa antiaérea, los fusiles” traídos desde Rusia en el marco de los acuerdos de cooperación militar, tratos que ciertamente se iniciaron con masivas compras de armamento desde 2005 y que en 2008 y 2013 se manifestaron en visitas de buques de guerra rusos, solo que en dos momentos de evidente tensión de Rusia con Europa y Estados Unidos en torno a asuntos muy ajenos a Venezuela, lo que ahora no parece ser el caso.
Económicamente, entre centenares de acuerdos tan diversos como inescrutables, el gobierno venezolano insiste especialmente en mencionar los otorgados en el ámbito energético (en tratos con empresas rusas sancionadas por Estados Unidos, valga recordarlo) con la participación en un puñado proyectos petroleros a los que se suman nuevos ofrecimientos y la obtención en años recientes de un estimado de 6.000 millones de dólares en pagos anticipados a honrar con envío de petróleo. Esos arreglos incluyeron la garantía de un préstamo del año pasado con casi la mitad de las acciones de Citgo. Añádanse las recién renovadas ofertas para la participación rusa en la polémica explotación del llamado arco minero. En suma, el gobierno venezolano se precia de mantener una relación estratégica con Rusia, no sin exageración (como la que se asomó el pasado 11 de julio en el contraste entre las versiones venezolana y rusa sobre una conversación telefónica entre Maduro y Putin), lo que despierta justificados temores por todo lo que parece estar dispuesto a ofrecer a cambio.
Hoy no luce probable –dadas las actuales prioridades internacionales de Rusia y su disponibilidad de recursos– lo de contar con más apoyo militar distintos a los créditos y sus garantías para la venta de armamento y equipos, ni más respaldo económico que el de relaciones comerciales y de inversiones también necesitadas de garantías de cumplimiento cada vez más grandes. A mediados de este año la Cámara de Auditoría rusa confirmaba un default venezolano por 955 millones de dólares y se conocía un acuerdo de “remediación” para poner al día los envíos de petróleo de una Pdvsa cada vez más ineficiente. Con todo, en estos meses las declaraciones del presidente Putin, el canciller Lavrov y su vocera han sido cercanas a las de Bolivia y Nicaragua y las pocas de Cuba, por lo críticas hacia la oposición y ante las declaraciones e iniciativas de Estados Unidos, pero muy lejanas a las promesas de apoyo incondicional que difunden altos funcionarios del gobierno venezolano. Subyace a todo esto una cuestión de fondo: aunque el gobierno esté dispuesto a negociar recursos con pesadas garantías para asegurar respaldos internacionales, el generalizado desconocimiento internacional del sedicente poder constituyente sigue siendo un freno enorme, al que se suma el efecto directo e indirecto de la desconfianza acumulada y de las sanciones financieras.
Finalmente, visto desde el país y su posibilidad de recuperación como socio internacional eficiente, y confiable, el mensaje al mundo bien podría ser que los venezolanos necesitamos movernos en las dos pistas, comenzando por la de la recuperación constitucional, la mejor garantía para recuperar calidad humana de vida y aval de responsabilidad en la aprobación y cumplimiento de los acuerdos y contratos internacionales que a ello contribuyan.
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