El sentimiento nacional y su desarrollo, al igual que su reconocimiento como fuerza dominante en las cuestiones humanas, surgió acompañado de otro registro sin duda de mayor alcance: el del poder individual. El auge del nacionalismo desde un principio dependió de la fortaleza de los individuos que formaban una nación. Ello sin ignorar que las confrontaciones a nivel internacional consagraron un sentir territorial afianzado en la cooperación individual y colectiva ante la amenaza extranjera.
La modernidad se desenvuelve entre luchas por la libertad en el campo de la acción y del pensamiento, también en el derecho de cavilar libremente en el plano espiritual. Las reclamaciones del individualismo aumentaron de manera creciente, al punto que las naciones conocidas se vieron obligadas a replantear sus instituciones fundamentales, un necesario esfuerzo de adaptación a los nuevos tiempos. Así pues, los rasgos más acentuados de la historia moderna se desdoblan del desarrollo de las nacionalidades y del progreso de la libertad individual.
Los pueblos se empeñaron en conquistar estadios superiores de crecimiento humano, un fin común de carácter progresivo y envolvente de todos los estamentos sociales. Y en ese contexto, la responsabilidad social individual será la que asuma la persona humana ante el impacto de sus actuaciones y decisiones que afectan el entorno económico, cultural, ambiental. Surgirá en su momento el colectivismo como doctrina política y social que sostiene la propiedad comunal de los medios de producción; de ella provienen acciones que no solo pretenden anular la responsabilidad individual, sino además la forma democrática de gobierno, como nos muestra la historia.
El Estado moderno –ha dicho Huntington– se distingue del tradicional por la amplitud con la que el pueblo participa en política y es afectado por esta. En las sociedades tradicionales dicha participación puede ser muy extensa en el plano de la aldea, pero en otros niveles superiores a esta se limita a un grupo muy pequeño –las élites aristocráticas y burocráticas–. La modernización política se expresa en la participación sin sesgo de grupos sociales integrantes de toda la comunidad nacional, desarrollándose a partir de allí nuevas instituciones que aseguran y organizan dicha participación, entre ellas y principalmente los partidos políticos.
Si la soberanía reside en el pueblo, este está llamado a ejercerla a través del sufragio, un derecho individual que no puede ser delegado. Los partidos políticos adquieren gran relevancia en la medida que identifican, promueven, activan la voluntad popular, convirtiéndose de tal modo en mediadores de los ciudadanos con derecho al voto. Los ciudadanos depositan pues su confianza en los partidos y en sus líderes, quienes contribuyen al desarrollo de programas de gobierno que deben responder a objetivos realizables y sobre todo útiles para la comunidad. Y en el ejercicio de sus funciones públicas, los líderes de los partidos –y los partidos mismos– están llamados a rendir cuentas a sus electores y seguidores.
El Estado es para Aristóteles una asociación y toda asociación se forma alrededor de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por lo tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política.
El político (diálogo) de Platón parece explicar que el mando ejercido por el gobernante debe contar con el conocimiento necesario para ser justo y de tal manera representar el mayor interés de los ciudadanos. Ello en contraste con quienes, como los sofistas, solo aparentan tener esa erudición necesaria, que realmente no poseen. Deducimos de uno de los principios platónicos, que los políticos, por más honrados que sean, terminan siempre por corromper el poder. De allí que diga el extranjero (diálogo) que cada gobernante que haya concluido su gestión debe someterse al correspondiente juicio de rendición de cuentas.
Tanto el pensamiento del Estagirita como el diálogo de Platón nos sitúan ante dos dimensiones humanas de la política, el uno para dar relieve a la más importante de las asociaciones –el Estado resultante del pacto social–, el otro para dejar sentado que el poder público debe ser desempeñado por los que saben, que su ejercicio ante todo debe ser justo, y que el poder corrompe y se corrompe, por más honrado que sea quien lo ejerza. Pero hay algo más y de capital importancia: el gobernante es responsable de su gestión ante la sociedad.
Este es un tema que concierne tanto a los electores como a los elegidos. Los primeros deben adquirir plena conciencia de lo que hacen, algo difícil de llevar a la práctica. El común de los electores se deja seducir por el discurso y las promesas electorales. El “vendedor de milagros” es hábil en sus trampas dialécticas, es un maestro en el arte de embaucar a los hombres. Y los partidos políticos no solo logran atrapar a sus seguidores, sino que llegan a desarrollar en ellos esa “mística” que les ciega, que les conmina a no ver ni valorar faltas y errores en la gestión de gobierno, incluso en los asuntos internos del partido.
En la Venezuela de nuestros días se ha desdibujado el pacto social, no gobiernan los más aptos, no se persigue el interés público desde las alturas del poder; tampoco se exigen ni se rinden cuentas de una fallida gestión administrativa. Ni nacionalismo, ni colectivismo, ni responsabilidad individual; menos aún ejercicio pleno de la soberanía popular, hoy secuestrada por la cúpula gobernante, que de paso no está gobernando –en Venezuela nada funciona ni los problemas encuentran solución alguna–. Todo ello, en mayor o menor medida, concierne a los actores políticos, vengan de donde vengan o estén donde estén, naturalmente, salvo honrosas excepciones. Domina la vocación del caos, en su máxima y doliente expresión.
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