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El síndrome del tercermundismo

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El 19 de noviembre los chilenos acudirán a las urnas. Si ningún candidato obtiene más de 50% de los sufragios, los dos más favorecidos (de un total de ocho) volverán a aspirar el 17 de diciembre. Según todas las encuestas, Sebastián Piñera, cabeza de la centroderecha, será nuevamente el jefe del Estado en la primera o en la segunda vuelta. Ya lo fue, exitosamente, entre 2010 y 2014. Lo sustituyó, sin gloria, Michelle Bachelet, que sale de la Presidencia con el aproximado rechazo de 70% de los chilenos y el aprecio del 30% restante.

Hasta ese punto no hay nada sorprendente, salvo la historia de la evolución económica y social de Chile y el miedo al éxito de una parte sustancial de la población de ese país. Es lo que llamo “el síndrome del tercermundismo”. Son ese conjunto de síntomas, basados en supersticiones ideológicas, que impiden que ese país (como sucede con toda América Latina) finalmente se transforme en una nación del Primer Mundo.

Hasta 1970 Chile fue un país donde convivía la democracia con la injerencia constante del Estado. Era un país libre, pero gris, sometido a una serie de controles que ahogaban la creatividad de sus emprendedores. Ese año fue electo Salvador Allende con un tercio de la votación, pero quiso emprender una revolución social inspirada en el ejemplo cubano, curso que contradecía sus promesas de campaña y el documento que tuvo que firmar con el Parlamento para acceder a la Presidencia. 

El experimento se saldó en 1973 con una grave crisis económica, inflación, desabastecimiento, atropellos judiciales y, finalmente, el golpe militar de Augusto Pinochet.

Los 17 años de Pinochet fueron duros. Hubo unos tres mil asesinatos y miles de chilenos marcharon al exilio para escapar de las cárceles y la tortura. La Democracia Cristiana, que en un principio apoyó el golpe, muy pronto se opuso a los militares. Sin embargo, como Pinochet tenía una idea muy borrosa de la economía, contra el consejo de algunos militares estatistas (como casi todos), les entregó esas actividades misteriosas a unos jóvenes académicos que se habían formado en Chicago bajo el magisterio de Milton Friedman, o en Harvard, donde tampoco eran ajenos a la influencia intelectual de los defensores del mercado y de la versión moderna del laissez faire. En ese punto comenzó la leyenda de los Chicago boys.

La reforma de la economía tuvo éxito. Al principio, naturalmente, hubo tropiezos, pero en 1990, cuando los chilenos retoman la democracia como método de gobierno, el país estaba encaminado en la dirección correcta. Chile crecía espectacularmente y la oposición, ya instalada en la Casa de la Moneda, tuvo el buen juicio de no cambiar lo que funcionaba estupendamente: el modelo económico. No regresó al Chile preallendista, sino inauguró la etapa pospinochetista sobre las bases sólidas que les habían dejado los Chicago boys, hasta que la señora Bachelet, en su segundo periodo, comenzó a involucionar hacia el pasado.

 La gran contradicción es que muchos de los que rechazan a Piñera lo hacen por las malas razones. Siguen creyendo en la Teoría de la Dependencia –esa idiota manía de culpar a las naciones desarrolladas de la pobreza del Tercer Mundo–, sin preguntarse quiénes han tratado de impedir a los cuatro dragones asiáticos dar el salto a la prosperidad. O sin estudiar cómo Israel comenzó exportando naranjas y hoy exporta aviones, medicinas y software. Incluso el caso de Irlanda, ahora un país bastante más rico que el Reino Unido del cual se separó.

Chile está a punto de entrar en el Primer Mundo. Excede los 24.000 dólares per cápita del PIB medido en paridad de poder adquisitivo, solo tiene 6,5% de desempleo y existe una gran movilidad social en un país que hoy está sustancialmente habitado por clases medias. Si mantiene el gasto público bajo, se aparta del capitalismo de amiguetes (crony capitalism), erradica la poca corrupción que existe, sostiene un sistema competitivo que aumente la productividad, y es capaz de alentar a los emprendedores e innovadores, será la primera nación de América Latina que logre derrotar el subdesarrollo, algo que pudiera anunciarse en los próximos cuatro años.

Para el resto de América Latina es muy importante que exista esta excepción. Será la señal de que no hay nada en nuestro ADN que impida que los latinoamericanos prosperen, abandonen los vagones pobres y mediocres de la civilización y se incorporen a la locomotora del planeta. Pero para ello es menester que Chile triunfe claramente. Cuando eso suceda, nadie tendrá el derecho de convocar a revoluciones absurdas y sangrientas, como sucede en la Venezuela del chavismo o en la Cuba irreductiblemente estalinista de Raúl Castro. El camino es otro: el del mercado, la competencia y la libertad. El que Chile emprendió hace varias décadas.

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