Los radicales venezolanos de hoy buscan salir del régimen de Maduro lo más pronto, sin desviarse de los objetivos del 16 de julio pasado. Su radicalismo no los hace salir con fusiles, sino defender una posición firme frente a otras más –digamos– pausadas. Los radicales de hoy esgrimen una posición política sin violencia, a diferencia de los alzados en armas hace más de medio siglo. Estos mataron y murieron en combates; fusilaron a los blandos o “traidores” y numerosos fueron víctimas de tortura, algunos asesinados. Ellos desataron la lucha armada de la década de los sesenta.
La democracia incipiente derrotó en toda la línea a esos radicales armados. Comenzó la pacificación cuando gobernaba Raúl Leoni y tuvo un punto de excelente culminación con el primer gobierno de Rafael Caldera. La mayor parte de los radicales de la época, alzados en armas contra la democracia, tuvieron luego una entrada al escenario democrático, derrotados sin apelación, pero no humillados. Algunos grupos quedaron rezagados, llegaron después a la paz, y unos pocos desperdigados se quedaron como hampa común hasta su extinción.
Los más prominentes de los alzados representaron dos hechos significativos: negociaron su entrada en la lucha democrática desde una derrota total; y, segundo, por haber sido autores de la violencia más cruel, adquirieron un recelo al borde del pánico a aventuras, a impromptus mesiánicos y, en general, a audacias juveniles. Llegaron a la democracia por la puerta de atrás; unos cuantos no superaron esa huella. Muchos de esos líderes forjaron una corriente cultural más que política, lo cual drenó hacia una porción de la generación siguiente que los veneró. Así se tiene una corriente zurda, más o menos progre, izquierdosa, que conserva dos características de sus mentores: negocian, cuando de negociar se trata, desde una actitud derrotista en vez de hacerlo desde posiciones de fuerza, cuando las tienen; y son extremadamente conservadores: cualquier intrepidez es aventura; lo que no esté escrito en los manuales, es locura.
El peso de esta cultura conservadora forjada desde la derrota ha permeado con mucha fuerza el ambiente político de hoy, y puede ser lo que explique la disonancia no solo entre los radicales y los ex radicales, sino que muchos líderes mundiales vean con estupor cómo bajo esa “sensatez” se ha abandonado el mandato del 16 de julio en pos de un diálogo tramposo y unas elecciones cuyo problema es que desvían de los objetivos aprobados por 7,6 millones de venezolanos. Parece el suicidio de los “prudentes”.
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