La OEA es una organización internacional integrada por Estados que están representados allí por sus gobiernos. Algunos, como los de Nicaragua y Venezuela, hoy son dictaduras cuyas autoridades obviamente no representan a sus pueblos aun cuando se sientan a la mesa de los distintos órganos institucionales. Por eso también es que Almagro, su secretario general, no está en condiciones de hacer más de lo que buenamente hace, porque la OEA no es un foro de los pueblos del continente sino de sus gobiernos, sin dejar de reconocer que en muchos casos se pudiera decir que los gobiernos sí representan a esos pueblos. En Venezuela es evidente que no es así.
Otra característica de la OEA y de la mayor parte de las organizaciones internacionales que no sean económicas es que en las mismas se respeta la regla de funcionamiento expresada en “un Estado un voto” que tiene por objeto reconocer el principio cardinal del Derecho Internacional que es el de la “igualdad jurídica de los Estados” (que no necesariamente implica igualdad en otros parámetros). Este esquema procura que los grandes Estados del planeta (por población, territorio, poderío, etc.), no se impongan a los menos poderosos, lo cual ayuda a garantizar una cierta democratización del sistema internacional.
Sin embargo, visto desde otro punto de vista, también pudiera argumentarse que el sistema permite que se consagren y practiquen comportamientos poco compatibles con la equidad o la justicia, aunque puedan tener ropaje jurídico. Es el caso de los mini-Estados (del Caribe por ejemplo) con reducida población y/o territorio que valiéndose de su número están en condiciones de imponer o frustrar resoluciones que poco tengan que ver con la justicia y la equidad. La OEA es un ejemplo de tal situación y precisamente por ello es que su desempeño suele ser motivo de críticas.
Dentro del marco de la organización regional vale la pena conocer algunas cifras que pueden ilustrar acerca del tema en debate: Dominica tiene 71.000 habitantes –en Chacao hay 119.000–, Antigua/Barbuda tiene 92.000 –Baruta 358.000–, St. Kitts tiene 46.000 habitantes –San Antonio de los Altos resguarda a 70.000–. Todos los mini-Estados del Caribe juntos tienen menos de la mitad de los habitantes de los que hay en Petare (800.000 de acuerdo con el censo y más de 1.100.000 según estimaciones). Estados Unidos tiene 320 millones, Brasil 207 millones y México 123 millones.
Las cifras consignadas revelan que el principio de “un Estado un voto” aunque posee sus virtudes democratizadoras también da lugar justamente a lo que ocurre en la OEA cuando un grupo de mini-Estados, muchas veces mediatizados por sus difíciles situaciones internas, adoptan posiciones que comprometen el accionar de una organización que representa a un conjunto poblacional total de casi 1.000 millones de seres humanos equivalente a 14% de la población del planeta. Quienes hemos estado pendientes de la acción continental en pro del restablecimiento de la democracia en Venezuela, constatamos con frustración el resultado de inequidad de este tipo de organización internacional en donde brilla el cinismo y se secuestra la voluntad continental arropándose en números que no representan el sentir de las Américas.
En algunos organismos internacionales como el Fondo Monetario, el Banco Interamericano de Desarrollo, etc., las decisiones se toman de acuerdo con los aportes de capital de cada miembro, lo cual también resulta en inequidades toda vez que los grandes países aportantes de recursos reclaman –con algo de razón, pero no toda– que siendo los mayores accionistas bien tienen el derecho de influir proporcionalmente en la marcha del colectivo.
Estas situaciones difíciles de conciliar son las que a veces se dan en espacios como el Consejo de Derechos Humanos de la ONU cuyos miembros, elegidos por la Asamblea General de la organización, suelen incluir a los mayores violadores de los derechos que deben custodiar y defender dando por resultado que quienes aportan –y de verdad pagan– las mayores cuotas de sostenimiento deben soportar reiteradas resoluciones opuestas, precisamente, a lo razonable a cuenta de que muchos de quienes forman parte del Consejo (Venezuela, Congo, Libia, Cuba) se las arreglan para conseguir resoluciones opuestas a la razón de existir del mismo. Es por ello que los Estados Unidos –con sentido, a nuestro juicio– han optado por retirarse igual como lo hicieron en su momento de la Unesco por varios años hasta que algo de prudencia y razón regresaron a ese cuerpo.
Lo que se quiere patentizar aquí es que el concepto general de la cooperación internacional y la defensa de la democracia que, naturalmente, merecen todo el apoyo y reconocimiento, tropiezan con obstáculos prácticos de funcionamiento que muchas veces frustran todas las mejores intenciones que se tuvieron en la hora inicial. Es cierto que no se puede votar con el criterio del tamaño y poderío de los Estados, pero también lo es que el ideal de igualdad exteriorizado en patentes desigualdades es del mismo modo inconveniente.
La semana entrante comenzará en Nueva York el LXXIII período de sesiones de la Asamblea General de la ONU en la que las distintas interpretaciones aquí explicadas se enfrentarán una vez más revelando el pragmatismo que caracteriza a la política exterior de casi todos los Estados del mundo. Por lo menos podemos afirmar que aun dentro de todos los vericuetos del manejo diplomático, los Estados reconocen –al menos de boquilla– que la cooperación y el no uso de la fuerza son axiomas que a estas alturas del siglo XXI deben ser invocados y –en lo posible– acatados. No puede esperarse más.
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