COLUMNISTA

Simonovis en dos tiempos

por Claudio Nazoa Claudio Nazoa

Hoy escribo estas líneas con la alegría de saber que un hombre inocente está en libertad.

Iván Simonovis es uno de los presos políticos más maltratados por estos bichos malos. Es uno de esos policías de verdad verdad, quien a base de esfuerzos y estudios surge y llega a ser no solo un importante comisario, sino también un profesional honorable e incorruptible. Su cargo lo alcanzó por meritocracia y por estar apegado a la ley, cosa que en este país no muchos pueden decir.

A Iván, entre otras cosas, lo acusaron por los hechos acaecidos en aquellos aciagos días cuando los militares tumbaron a Chávez, ¿recuerdan? Esa noche, Chávez le lloraba derrotado a un cura pidiéndole que lo llevaran a Cuba y un señor, de nombre Carmona, inexplicablemente nadie sabe por qué, era presidente de Venezuela. Agotados y confundidos, los venezolanos nos acostamos tarde y cuando amaneció, Chávez era presidente otra vez. Salimos brevemente de la pesadilla para seguir despiertos en la misma pesadilla.

Lo cierto es que a Simonovis lo acusaron de lo que les dio la gana, de esas vainas que inventan los comunistas cuando quieren fregar a alguien. Iván, por supuesto, era inocente y más bien si no hubiese sido por él, los muertos de ese fatídico día seguramente habrían sido muchísimos más. Ese cuento es largo y algún día el propio Simonovis lo contará en detalles. Hoy no. Hoy quiero contarles cómo conocí a este gran hombre que ahora respira aire de libertad.

Estos diablos rojos malucos encerraron a Iván durante casi diez años en una mazmorra comunista conocida como El Helicoide, con luz artificial y aire acondicionado intenso y torturante las 24 horas del día. Estos energúmenos, hijos de Satanás, durante 10 años solo lo dejaron ver y sentir la luz del sol 15 días. ¡En 10 años 15 días de luz solar!

Un día, desconozco por qué pero gracias a Dios fue así, decidieron enviar al comisario Simonovis a la cárcel militar de Ramo Verde, en el mismo momento en el que yo visitaba a un buen amigo que también, injustamente, era preso político. Estábamos conversando cuando alguien nos dijo que habían trasladado a Iván Simonovis y que estaba llegando al penal.

El comisario, en medio de la admiración y respeto de todos los detenidos y como en una escena de una película, después de saludar amable pero ligeramente a todos, caminó en silencio hacia un pequeño patio de la cárcel y allí se acostó sobre la grama con los brazos abiertos en cruz. Pasó horas en éxtasis cómo intentando recuperar los 10 años que permaneció sin ver el sol.

Fue conmovedor para guardias y presos, quienes sabían el drama que había vivido aquel ser, verlo allí, tendido en un estado de profunda comunión casi religiosa con aquel sol que los comunistas le negaron por tanto tiempo. Fue así como conocí a este héroe y mejor amigo a quien admiro y sobre todo respeto. Días después, me enteré de que cuando comenzó a llover hizo lo mismo, pasó largo rato inerte bajo la lluvia disfrutando algo tan simple pero añorado por él.

Estando en Ramo Verde, Iván me dijo:

—Claudio, yo aquí me siento como en Disney Word al comparar esto con la celda en donde durante nueve años y medio me torturaron.

¡Ese es mi amigo! Emocionado y feliz por su libertad, quiero compartir este episodio y le dedico a él, y a su valiente esposa, un artículo que escribí hace algún tiempo. Les adelanto que se trata de diablitos, pero qué cosa tan rara, estos diablitos no solo son buenos sino sabrosos.

Simonovis

Spaghetti con diablitos

El artículo de hoy, por estar alejado de la política, la injusticia, la ignominia y de todo aquello que hace infeliz a los seres humanos, es raro. Los protagonistas son la bella Bony y el feo comisario Iván Simonovis.

Junto a Laureano Márquez y otros buenos amigos tuve el privilegio de visitar al comisario Simonovis, quien después de diez años de inimaginables sufrimientos separado de su familia, por fin y aunque continuaba siendo injusto por ser inocente, le habían dado casa por cárcel.

Increíble la seguridad alrededor de su hogar. Pareciera que allí viviera Bin Laden: en una de las esquinas, un pelotón armado de la Guardia Nacional. En la otra, en medio de la calle, miembros del Sebin y dentro de su casa, más hombres vigilando a tan peligroso sujeto.

En la cena nadie preguntó nada. Hablamos de filosofía, historia, justicia, chistes banales y de culinaria.        Podría afirmar que ese día conocí a la verdadera Bony Simonovis, mujer con guáramo que confesó que por estar tanto tiempo sin su marido se acostumbró a hacer cosas de hombres, como ser la dueña del control remoto del televisor. A veces, en la madrugada, se asusta cuando se da cuenta de que Iván está durmiendo con ella.

La historia de cómo se conocieron es insólita: a Bony le robaron su carro y fue a la policía a poner la denuncia. Allí, Iván la vio por primera vez. Para ese momento, Bony estaba comprometida y él divorciado, en teoría, un amor difícil; pero como no hay nada más sabroso que lo prohibido y peligroso, estos dos intrépidos se empataron.

—No hemos dado con el vehículo pero… si quieres cenar en mi casa… mañana es el día del censo y todo estará cerrado…

Ella, acostumbrada a levantar un dedo y ver a cientos de hombres guapísimos y millonarios cumplir sus caprichos, aceptó ir al apartamento de un policía pobre en el centro de Caracas. Iván no imaginó que aquella catirota aceptaría cenar con él.    

En la nevera sólo había un trozo de pizza fosilizada con champiñones disecados y una cerveza.

—¿Y la cena?

—No te preocupes… ¿quieres una cervecita?

Él sólo tenía un paquete de pasta, una olvidada lata de diablitos y margarina Nelly. Según Bony, esa fue la cena más romántica que le han preparado. Por esas cosas raras de la psiquis de las mujeres, el gesto de aquel hombre enamorado la enterneció.

Cinco meses después, el policía y la abogada mandaron todo al diablito y a la pasta, y se casaron.

Me consta que son felices y que no dudarían en volver a comer spaghetti con diablitos.