A decir de Nicolás Maduro y de los líderes que le acompañan, uno de los mayores frenos al avance de los cambios revolucionarios que propugnan es el peso y el estorbo de una burocracia que no marcha al ritmo o en la ruta exigidos. De allí nace la propuesta de gobernar sin ese lastre o de estimular figuras paralelas para la administración de lo público desde una perspectiva centralizada, partidista y ajena a cualquier control.
La condena a lo que peyorativamente se agrupa como burocracia no ha impedido, sin embargo, su crecimiento en estas casi dos décadas de gobierno. Al contrario, se ha multiplicado indefinidamente. No es difícil entender las razones: una creciente centralización, la estatización de actividades que deberían estar en manos privadas, la pérdida de eficiencia y de calidad profesional en el funcionariado público, el pago de la deuda con los partidos o movimientos que sostienen el gobierno, la necesidad de ampliar la base proselitista, el fomento de la cultura de la dádiva o del trabajo sin resultados comprobables, la inclusión en la nómina como forma de control y dominación.
El crecimiento de la burocracia ha convertido al Estado en primer empleador, pero además ha pervertido el concepto y la función del empleo convirtiéndolo en pago por la filiación política, espacio para el proselitismo, derecho exigible sin méritos ni preparación, forma de participación en el reparto, franquicia para privilegios. Es la degeneración del servicio público convertido en servicio a una ideología o a una parcialidad política.
El crecimiento de la nómina ha corrido paralela con la deformación del concepto de servidor público. Se hace difícil sostener la comparación según la cual el servidor público se caracteriza por una especial motivación, comparable casi a una forma de apostolado civil. Sin que pueda generalizarse, esa ha sido la honrosa condición de muchos que han optado por la administración o la institución pública en sus múltiples instancias. Sin eliminar la natural motivación por un salario justo y digno, la del servidor público ha priorizado la del servicio a la colectividad, la de la participación en la administración de lo público, la del ejercicio de un derecho y de un deber político y social.
No son pocos los estudios que demuestran que las personas con alta motivación por el servicio público tienen una orientación altruista más marcada y un mayor interés por el servicio social, características que normalmente se traducen en un mejor desempeño en las organizaciones públicas. De acuerdo con el Reporte de Economía y Desarrollo (RED), elaborado por la CAF en el año 2015, una mayor vinculación del salario y el desarrollo de carrera con las competencias, habilidades y esfuerzo del trabajador pueden atraer a mejores burócratas y generar un mejor desempeño. Una buena burocracia requiere una combinación de personas correctas con incentivos correctos, dice el informe.
Idoneidad, integridad y motivación por el servicio público son, sin duda, las características esperables en un servidor público digno de ese nombre. Son esas las características por las que deben ser juzgados. Desgraciadamente, la burocracia pública ha sido presa más de una vez de la tentación de convertirla en mecanismo de poder político y en instrumento de dominación. Así ha sido cuando se ha utilizado el control del aparato burocrático para el control del Estado y de los ciudadanos. Así ha sido cuando el Estado ha intentado coparlo todo, abarcarlo todo. Ya está, sin embargo, históricamente probado que la pretensión de convertir al Estado en empleador único solo conduce a la esterilización de la capacidad productiva de la sociedad.
Más que denigrar de la burocracia, la sociedad haría bien –comenzando por su liderazgo– en contribuir a valorizar su función y a rescatar el carácter y la dignidad del servidor público.
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