Construir un esfuerzo de resistencia en Venezuela –que no de oposición– exige varias condiciones: saber que se lucha en un contexto no democrático; entender que se trabaja para restablecer la democracia y para cuando dentro de ella sus factores naturales puedan jugar a plenitud; ser conscientes de que se defiende a un pueblo que es víctima y no para beneficio de sus parcialidades; tener raíces morales a las que aferrarse para cuando se requiera volver la mirada hacia atrás, corrigiendo el rumbo, sin dejarse atrapar por las circunstancias; en fin, seguros de dónde se viene para tener claro el porvenir que moviliza y ha de hacerse realidad con esfuerzo, una vez ganada la democracia.
Pero hay dos elementos que hipotecan el éxito de la resistencia que se plantea si no son solventados. Uno, que en Venezuela no rige una alternativa política; se trata de un grupo que asaltó la política y secuestró los instrumentos del gobierno y de la democracia para instalarse dentro de nuestra realidad, y desde allí organizar una asociación criminal transnacional. Eso está documentado. Lo eluden quienes, por comodidad, sostienen realidades democráticas imaginarias, o el miedo les invade, o porque son chantajeados o algún beneficio les reporta tan ominosa verdad.
La otra es la trampa ideológica, que le hace el juego al parque jurásico del marxismo castrista en ejercicio del poder, para sostener una división artificial de voluntades: izquierdas vs derechas. No pocos opositores prefieren avenirse dentro del patio de las primeras, con Rodríguez Zapatero y a lo mejor sumar al amigo de este, Antonio Guterres, secretario de la ONU, ambos colegas de la IS, antes que aceptar el surgimiento de una suerte de Macri a la venezolana. Así se sigan muriendo nuestros compatriotas.
Y podría agregar una tercera que hace daño cuando deja de ser medio y se transforma en finalidad obsesiva, el narcisismo digital. Lo que explica que no pocos de quienes hoy se erigen como defensores de nuestras libertades, excitados por el vértigo comunicacional, no piensen, reaccionan, les traga el voluntarismo sin medir la oportunidad y pertinencia de cada acción política. Solo les falta poner micrófonos en los confesionarios.
No agrego el tema de los odios y revanchismos, pues es una desgracia que nos cuece el alma a los venezolanos desde que se infiltra en los vericuetos de nuestro quehacer público el marqués de Casa León. Allí está la factura que le pasa Simón Bolívar a su jefe, el Precursor, Francisco de Miranda, entregándolo a los españoles a cambio de un pasaporte que le abre el camino hacia el éxito, pero quien también vive su hora amarga cuando José Antonio Páez le cierra el paso.
El caso es que, de un lado, los viudos y los áulicos del régimen viven ajustando cuentas con el pasado y con un Rómulo Betancourt ya muerto. Tanto como otros actores de la política del siglo XX se parecen a los romanos. Medran con sus ruinas y museos, sacrificando a las generaciones del porvenir en el altar de la venalidad. Parte de estas, cabe ajustarlo, yerra igualmente al querer hacer política –hacer ciudad y organizarla– sin lealtades, huérfanos de ideales, pues creen en la democracia de usa y tire. Cambian de bandería o silla según las demandas de los internautas.
La cuestión, en suma, es que nos encontramos todos en el mismo barco, sin timonel, y en medio de la tormenta.
Nadie pide otras pruebas, ni desde afuera ni desde adentro, para que se confirme lo sabido. Venezuela es la casa matriz de los cárteles colombianos y su dictador manipula elecciones para conservarlos en el poder, sin disposición de abandonarlos.
Va otra vez a unas elecciones y hay que dejarlo que junto a sus cómplices se cocine en su propia salsa. La comunidad internacional les ha restado toda legitimidad. Nada agregan si se celebran y nada cambia para los venezolanos, víctimas de la hambruna y la violencia.
El qué hacer, eso sí, acaso pide los pasos antes enunciados. Exigen consideración de urgencia, pues la gente se muere; pero reclaman la serenidad de los galenos en sus emergencias, mientras los familiares del paciente grave son presas del desespero y el llanto.
A los partidos de oposición, los verdaderamente demócratas –no a las franquicias electorales– me permito recordarles lo que señala Luis Almagro, secretario de la OEA, con elemental sentido común: “Si los partidos políticos no hacen bien su tarea, alguien más lo hará y eso puede transformarse en problemas para los partidos políticos. Si los partidos políticos no hacen su tarea, el apoyo y la satisfacción con la democracia como sistema sufrirá; eso es malo para todos. La democracia necesita partidos políticos que actúen de forma democrática, incluyente, y que sus dirigentes sientan la obligación moral de rendir cuentas a la ciudadanía porque trabajan para eso”.
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