Lidia Salazar Yndriago
La subjetividad no es algo que figura en una casilla aislada; es una realidad que impregna e interactúa con las diferentes entidades de la personalidad y como tal debe ser tomada en cuenta en toda programación educativa.
Tradicionalmente, se ha creído que el sistema cognitivo humano y el afectivo eran diferentes e independientes, que podíamos separarlos de nuestros sentimientos, preocupaciones, problemas personales (tal como lo exigen algunos gerentes o directivos) y dedicarse de manera normal a su trabajo o actividad intelectual. La neurociencia hoy nos demuestra la estrecha relación de interdependencia que hay entre el sistema límbico y el neocórtex prefrontal; es decir, entre el sistema emotivo y el cognitivo, unidos a través de una gran red de canales de circulación en ambas direcciones.
De esta manera, los estados afectivos adquieren una extraordinaria importancia, ya que pueden regular, distorsionar o inhibir los procesos cognoscitivos siendo necesario cambiar muchas prácticas antieducativas que no crean el clima afectivo requerido para facilitar el proceso de aprendizaje.
Protágoras consideró al ser humano como la medida de todas las cosas, y esta no era solo una simple frase bonita; era la orientación de su pensamiento y de su acción, una actitud mental que expresa claramente la importancia de la búsqueda de la verdad, de la bondad y de la belleza.
El pensamiento es la conexión plena con dicha orientación; es el redescubrimiento de los valores de los griegos clásicos y latinos que enaltece al hombre y sus valores espirituales, su libertad y su naturaleza. Igualmente, el romanticismo con sus exponentes, Rousseau y Víctor Hugo, expresan un verdadero culto a la bondad natural del ser haciendo énfasis en la subjetividad lo que constituye de ese romanticismo una corriente precursora del pensamiento posmoderno.
El conocimiento no solo es intelecto, es emoción, intuición, sensación, impulso. Lo pedagógico no puede estar conferido exclusivamente sobre lo cognitivo, sino también en relación con lo subjetivo, existencial, vivencial. Desde esta mirada se plantea que el currículo debe dar igual importancia y tratamiento a lo inteligible y lo sensible que, en vez de separarse, deben formar una sólida unidad; es decir, una relación afectiva saludable con la eficacia de la práctica pedagógica.
En tal sentido, plantea Maffesoli (1997:68): “El raciovitalismo como sinergia de la razón y lo sensible”; es decir, se puede argumentar que la afectividad, las emociones y sensaciones, no pueden seguir viéndose separadas de lo racional, del intelecto, sino que esta sinergia se va a convertir en engranaje metodológico útil para la reflexión epistémica, y de esta manera poder entender ampliamente los fenómenos sociales.
El hombre o la mujer no son solamente seres pensantes o racionales; son una realidad compleja que sienten, padecen, viven y que pueden abordar problemas educativos, sociales, políticos, filosóficos, entre otros. Es por ello que pueden observarse los efectos perversos de un proceso de racionalización que evite construir puentes entre las facultades de la razón y la sensibilidad, razón por la cual debe reorientarse el papel que juega la afectividad como profunda fuerza de las primeras formas de conocimiento.
Estos fragmentos discursivos, metáforas y diferentes actos de la vida cotidiana educativa están indicando una falta o carencia; indican una necesidad, un camino posible para establecer un lazo entre la razón y el corazón, una urgencia en nuestro acto pedagógico. Hoy, más que nunca, se hace necesario aprender a pensar y actuar desde la heterogeneidad, multiplicidad, complejidad, y también desde los sentidos; un pensar desde un vértigo de la incertidumbre que se presenta en las situaciones diarias del acto pedagógico. En lo misterioso de los aciertos y desaciertos del educador y el educando, aquello que se resiste a ser controlado por la acción pedagógica. Habrá que rescatar lo sensorial, lo subjetivo, lo sensible, lo no racional, del lugar secundario y obnubilado por la cultura actual.
Debemos generar un pensar desnudo, impregnado de cierta nostalgia socrática, desde el cual se nos permita refundar otro pensar que pueda liberarnos de los viejos esquemas y del anclaje de las prácticas pedagógicas descontextualizadas que nos rigen, que reintegre nuestra unidad como seres humanos. Un pensar desde el sentimiento, que no sea sensiblería sino plena sensibilidad.
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