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De la Seguridad Nacional al DGCIM: terrorismo de Estado

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En octubre de 1945, cuando se produce el golpe militar, el que se llamaba Cuerpo de Investigación Policial pasó a llamarse Dirección de Seguridad Nacional. Lo que los venezolanos de entonces no sabían es que, más que un simple cambio de nombre, la institución cambiaría su razón de ser de forma radical: el que era un organismo cuyas funciones tenían un carácter policial, se convertiría en una estructura de represión política, conducida a partir de 1951 por Pedro Estrada. A partir de ese momento los nombres de Seguridad Nacional y Pedro Estrada –también el del Negro Sanz, Manuel Silvio Sanz– ingresaron en nuestra historia política como los nombres del miedo. El periodista e historiador Jesús Sanoja Hernández escribió que uno de los mayores éxitos en la política represiva de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez había sido lograr que solo al pronunciar las palabras “Seguridad Nacional” se paralizaba y aterrorizaba a ciudadanos y luchadores políticos.

Decir que la llamada Seguridad Nacional de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez constituía el mecanismo de represión política es insuficiente. Es necesario precisar que era la estructura por la cual el régimen practicaba el terrorismo de Estado. Lo repito: la dictadura de Marcos Pérez Jiménez practicó el terrorismo de Estado.

El terrorismo de Estado tiene dos elementos que constituyen su punto de partida: actúan con fuerza y estructura desproporcionada –ya me referiré a ello–, violando todos los procedimientos y premisas legales que, en teoría, deberían cumplirse, por ejemplo, para detener a ciudadanos.

Allanar oficinas y viviendas sin contar con una orden judicial para ello; detener a ciudadanos sobre los que no existen precedentes que justifiquen que eso ocurra; irrumpir en los hogares durante las horas de oscuridad y sueño; ocultar a familiares y abogados las razones de la detención, el lugar de reclusión y las condiciones de salud de los detenidos; someter a los detenidos a torturas físicas, morales y psicológicas; inventar las acusaciones más rocambolescas, infundadas y hasta contrarias a la realidad y los hechos, son algunos de los procedimientos propios de los grupos que califican como estructuras del terrorismo de Estado. Hay dictaduras que han escogido ejecutar sus operaciones terroristas a través de grupos paramilitares. Otros, como es el caso venezolano, usan unidades militares.

Una de las características esenciales del terrorismo de Estado es su constante actuar a la sombra, de forma clandestina u opaca, ocultando sus procedimientos. Robert Conquest, el historiador inglés, autor del famoso libro El gran terror, experto en las prácticas terroristas del stalinismo, señalaba que la construcción de la opacidad llega a expresiones tan extremas que los grupos encargados de las operaciones de terrorismo de Estado lo único que entienden y aceptan es que su trabajo consiste en reprimir, encarcelar y matar, para proteger al dictador. No reconocen otra autoridad u otro poder que no sea el del dictador.

Entre la Seguridad Nacional de Pérez Jiménez y la Dirección General de Contrainteligencia Militar –DGCIM– hay profundas vocaciones comunes: aquella respondía al objetivo único de proteger a Pérez Jiménez y mantenerlo en el poder. Esta, abiertamente, habla en el texto de su misión de “la protección del comandante en jefe”, es decir, de Nicolás Maduro. Es una entidad que no está al servicio del país ni de la sociedad, sino de las apetencias y privilegios del dictador.

Entre Pedro Estrada e Iván Rafael Hernández Dala –el director de la DGCIM–, los respectivos hombres de confianza de los dos dictadores, hay semejanzas evidentes: ambos desconocen las leyes, ambos toman decisiones implacables, ambos cuentan con la protección y la impunidad del régimen. Ninguno de los dos da explicaciones. Los dos son todopoderosos.

Una comparación entre ambos obliga a reconocer que el general Iván Rafael Hernández Dala ha ido mucho más lejos que Pedro Estrada. Los métodos de sus operaciones son mucho más violentos. Hombres encapuchados, ocultos los rostros, que revientan puertas y exhiben sus armas largas, sus chalecos de seguridad, sus vehículos poderosos. No solo cuentan con un poderío tecnológico, sino que exhiben un poderío físico, intimidatorio. Son la realidad más siniestra, unilateral e impune del poder. Nadie les pide cuentas. Y, como Pedro Estrada lo creyó hasta enero de 1958, actúan bajo la consideración de que las leyes no les alcanzarán nunca.

En la misión que se publica en la pobrísima página web del DGCIM se habla de la “inteligencia enemiga”. Justo en esas dos palabras está inscrito el meollo del terrorismo de Estado. El lector debe preguntarse, derivado de las acciones que conocemos del DGCIM –debe haber otras que permanecen ocultas al conocimiento de los ciudadanos y las instituciones–, quiénes son, en su mentalidad de organización que ejecuta políticas de terrorismo de Estado, sus enemigos. La respuesta no requerirá mucho esfuerzo: los enemigos del DGCIM son los demócratas. Los ciudadanos que quieren un cambio. Los que aspiran a una vida mejor. Los que protestan contra el hambre y la enfermedad. Porque el terrorismo de Estado tiene, siempre, un enemigo esencial: los derechos humanos, las libertades y el objetivo de una vida digna.

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