COLUMNISTA

Seguridad agroalimentaria

por Vicente Carrillo-Batalla Vicente Carrillo-Batalla

El tema de la seguridad agroalimentaria en Venezuela siempre ha formado parte del debate político. Un concepto que depende de la sólida y confiable producción interna de alimentos y, en la medida de lo necesario, del acceso a los mercados foráneos de materias primas y productos de consumo masivo. La implementación de la Ley de Reforma Agraria de los años sesenta del siglo pasado, causó severos daños a la producción nacional. La historia lamentable de expropiaciones y ocupaciones ilegales nos viene de atrás, y en tal sentido no es invento del populismo de Chávez. Sin embargo, el chavismo ha rebasado todos los límites, al punto que ha destruido la viabilidad del sector agroalimentario, la satisfacción del consumidor y, obviamente, la confianza de los inversores. En cuanto a la obtención de productos en mercados externos, nuestra capacidad importadora ha sido otra víctima de las políticas públicas del régimen.

Venezuela ha vivido sus peores años en materia de producción agropecuaria desde que se aprobó en 2001 la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario, un instrumento normativo que ha impactado negativamente el progreso y la actividad rural en el país. La Ley en comentarios fue el primer choque frontal entre el gobierno presidido por Chávez y el sector privado venezolano. Apoyándose en sus normas y conceptos, se han estimulado invasiones de predios rurales, expropiaciones y tomas ilegales de unidades de explotación a lo largo y ancho del país. Con infames interpretaciones, se han desconocido títulos de propiedad y, sobre todo, el hecho comprobable de la “posesión pacífica e ininterrumpida” más allá de los lapsos que determina el Código Civil. Lo peor del caso es que, además del despojo de que han sido objeto numerosos agricultores y criadores venezolanos, las tierras tomadas por iniciativa del gobierno no están siendo trabajadas conforme a su potencial productivo. En la mayoría de los casos se destruyó el valor creado por los productores durante décadas de esfuerzo en unidades que hoy muestran una imagen ruinosa.

Las unidades de producción agropecuaria que maneja el gobierno a través de corporaciones creadas para tal fin no solo han sido presa del saqueo y el pillaje, sino, además, han recibido ingentes recursos económicos para programas inviables de desarrollo agrícola y ganadero. El despilfarro y la desviación de fondos hacia fines proselitistas han sido la constante en esos fallidos intentos de trabajar la tierra con arreglo –dicen ellos– a criterios de justicia social y de seguridad agroalimentaria. Como en todos los casos, puede haber excepciones, pero lo apuntado parece ser la regla general aplicable a estos fracasos del Estado convertido –sin poder serlo– en productor agropecuario.

El daño se expresa, entre otras cosas, en el valor de la propiedad rural, venido a menos ante las amenazas amparadas en la nueva normativa sobre la materia. El derecho de disponer libremente de la propiedad rural resultó incautado por aplicaciones arbitrarias de la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario y las instituciones que a partir de ella se crean (i. e. el Instituto Nacional de Tierras); nuevos requisitos, condiciones, recaudos y trámites se exigen al propietario, quien queda a merced de la nueva burocracia administrativa encargada de procesar las solicitudes correspondientes. La corrupción administrativa, la aparición de “gestores” de trámites que las más de las veces actúan en connivencia con funcionarios públicos inescrupulosos, las ineficiencias provocadas por los retrasos y costos adicionales han sido ampulosamente auspiciadas por el nuevo régimen legal.

Y a pesar de lo apuntado, el gobierno tiene por costumbre divulgar, a través de sus campañas de medios y alocuciones presidenciales, unos resultados enteramente optimistas. Contrariamente a lo que muestran los hechos verificables, para el gobierno se ha incrementado la producción nacional, y así lo sostienen con vehemencia los voceros del régimen. Pero la realidad se impone y viene aflorando con mucha fuerza en la escasez de productos que afecta al ciudadano común, que se ha visto en la necesidad de cambiar hábitos de consumo y, peor aún, conformarse con una ración acortada, compuesta de lo poco que consigue en el cada vez más asolado mercado de alimentos.

La verdadera explicación de tan malos resultados en el campo venezolano tiene que ver con las políticas públicas que han provocado la caída en la rentabilidad de las operaciones, la escasez de insumos, el descenso de las inversiones debido a la desconfianza y la incertidumbre, los excesivos controles y licencias, el pésimo estado y desempeño de las redes de distribución, la inseguridad jurídica y personal y, ante todo, el irrespeto al derecho de propiedad.

En conclusión, mientras no se afiance el libre juego de los factores de producción, tanto como la fijación de precios conforme a las reglas de la oferta y la demanda, y hasta tanto se restablezcan los canales transparentes y eficientes para la distribución de alimentos, no habrá producción suficiente ni seguridad agroalimentaria en Venezuela.