La hegemonía mediática de la dictadura tiene un límite. Basa su poder en la destrucción del otro y del distinto. Compra a periodistas de conciencia débil. Instaura un régimen de control en la distribución de papel, condenando a tabloides de oposición a sufrir una agonía dolorosa. Roba los equipos de plantas de televisión privadas. Acosa a los reporteros independientes. Provoca el éxodo masivo del gremio. Presiona mediante el decreto de leyes viles y apócrifas, emanadas de la ANC, un cuerpo desconocido por la comunidad internacional. Adquiere canales por la vía de testaferros y mercenarios. Paga las pautas de una red trucha de pasquines comunales y gobierneros, para garantizar la expansión de un simulacro de buenas noticias.
Tamaña empresa de coacción debería generar una ola de popularidad y aceptación roja rojita.
Pero los sondeos, las encuestas y las evidencias arrojan un resultado diferente. La mayoría rechaza la gestión catastrófica de Maduro en cada rincón del país. Por tanto, fallaron estrepitosamente los cálculos de los científicos sociales, de los manipuladores de cerebros, de los estrategas de comunicación del chavismo, asesorados por los cubanos y los franceses.
Te equivocaste Ignacio Ramonet, a pesar de llenarte los bolsillos con dinero negro de la renta pública. Pudiste haber amasado fortuna, a costa de la miseria de los pobres; sin embargo, fuiste cómplice del estrepitoso fracaso de la mediática bolivariana.
Por igual, la supuesta cultura de Jorge Rodríguez apenas avala la ignorancia y la improvisación de los planificadores del PSUV. Los números no mienten.
Pongamos de ejemplo a la esfera audiovisual. ¿Cuál es el éxito de taquilla de los 20 años de revolución? No existe. Será ganar Frambuesas de Oro por mantener un noticiero pirata al aire, causante de mil risas involuntarias. Es el único referente documental del proceso en 2018: el video amateur de una araña casera, tejiendo su red entre un poste de luz y la ventana de una quinta. De una factura mediocre y simplona, el cortometraje resume la censura, la esterilidad y el atasco creativo de un sistema quebrado en lo moral y lo estético. Hablamos claro. Al día de hoy, la burocracia fílmica solo sirve para alimentar a una rosca de parásitos. Un grupo de dinosaurios egocéntricos y torpes. Por extraña coincidencia, los conservan en formol y los exhiben como trofeos momificados en el Museo de Ciencias, otrora lugar de exposiciones y colecciones envidiadas por la región. Ahora el recinto es prueba de la ruina estética de la generación de Edmundo Aray, Carlos Azpurua, Román Chalbaud y Liliane Blazer, quienes gozan de interpretar el papel de las viejas alcahuetas del romance de Ernesto Villegas con las luces, las cámaras y la inacción.
Los jóvenes son indiferentes a los mensajes y los masajes de las Celestinas mecánicas del poder corrupto.
En 2017, según plantea un reportaje de Humberto Sánchez Amaya, los espectadores nacionales prefirieron consumir productos importados o cintas nacionales de contenido aspiracional.
Papita, 2da Base, Solteras indisponibles y Más vivos que nunca dominaron la recaudación durante el año pasado. Los superhéroes llenaron las salas de fanáticos y entusiastas de las franquicias de Hollywood.
Las comedias y los animados satisfacen las expectativas de las familias venezolanas. Parece una respuesta de la época ante el declive del realismo social e historicista.
En un tiempo de hiperinflación, la oferta logra resistir al proponer un refugio, un consuelo, un cortafuego y una oposición a la agenda de la tiranía.
El cine, a su modo, libra una interesante batalla por conservar un menú de opciones diversas.
Trasnocho Cultural organiza festivales y ciclos de clásicos. Las candidatas del Oscar enriquecen la pantalla. Las guerreras de la selección femenina prometen dar la pelea y sacar la cara por la industria de creación documental. Hasta un filme asiático viene en camino. Las horas más oscuras inspira a la disidencia y desencadena el deseo colectivo por concebir un liderazgo empático. Hay razones para albergar esperanza.